Recuerdo lo que estaba haciendo el día que capturaron a Abimael y su cúpula. Penaba de amores porque había terminado con mi enamorado la noche anterior, al borde del toque de queda. Mi tía me llamó para que viera la tele. Nos abrazamos. Era más que ir al mundial. Mucho más. Había aprendido a adivinar de dónde venían las balas y a qué distancia. Mi abuela apagaba las luces de la casa y comentábamos bajito si eran por la avenida Arequipa o por Arenales. El día que pusieron la bomba en la residencia de la embajada de EEUU adivinamos que había sido ahí, de oído. El terrorismo llamaba a amenazar a tu familia. También llamaba al colegio a decir que pondrían una bomba y nos mandaban a la casa. La casa, el colegio y la calle nunca serían los mismos, pero eso no se podía comparar con el dolor de las personas que estaban muriendo en otros lados del país, más golpeados por esas malditas parias. Todavía me pregunto qué es un poco o mucho miedo comparado con la muerte de verdad. ¿El que vive aterrado no está un poco muerto? Los cuerpos despanzurrados salían en la tele tirados en la calle, tiesos o ya arriba de las tolvas de las pick ups. La piel era ploma, la ropa en tonos de gris y la sangre era negra sobre la ropa y la piel. Cuando salieron los televisores a color y llegaron a las casas, ya la gente estaba acostumbrada a esas postales del Perú. Mientras a oscuras prendías la radio a pilas para saber en qué distrito había sido la bomba o cuántas torres se habían volado, la gente llamaba desesperada a decir que sus familiares no llegaban a casa y pidiendo que se comuniquen a sus casas. Algunos no se comunicarían más. Dinamitaban torres lejanas, arriba de cerros, adentro de trochas, para que la oscuridad durara lo más posible. Los terroristas no se volaban una torre de alta tensión cualquiera. Para matar seres humanos, sin embargo, no eran tan selectivos. A los peruanos sí nos mataban a granel.