Por: Juan Carlos Soto
El Perú tiene más de ocho mil glaciares, montañas aún con nieves perpetuas convertidas en reservas importantes de agua dulce para las poblaciones que habitan en los alrededores. Inevitablemente, estas cumbres de hielo desaparecerán. Son abuelos desahuciados, precisa el director de Información y Gestión de Conocimiento del Instituto Nacional de Investigación en Glaciares y Ecosistemas de Montaña (Inaigem), José Herrera Quispe.
El Mismi, en la cordillera del Chila, provincia arequipeña de Caylloma, registra el 2021 como el año de su defunción, según el último inventario de glaciares de Inaigem. Esta estimación dependerá de las variaciones climáticas, aunque eso signifique solo prolongar la agonía cuatro o seis años más.
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Dicha montaña de 5 mil 822 metros de altura tiene una condición emblemática.
Según la National Geographic, de sus deshielos nace el Amazonas, el río más caudaloso del mundo que recorre siete mil kilómetros antes de desembocar en el Atlántico.
En los últimos 50 años, el Mismi, cuya cumbre forma parte del cañón del Colca, perdió 99% de sus reservas glaciares. Le queda 0.19 kilómetros cuadrados.
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José Herrera admite que el derretimiento es inevitable. Es un proceso natural, pero el cambio climático lo aceleró. Los efectos serán dramáticos si no se hace algo, advierte.
El Perú tiene el 71% de los glaciares tropicales del mundo, son reservas de agua dulce para la mayoría de ciudades. La extinción obligará a repensar en nuevas fuentes hídricas.
Pero, por otro lado, un glaciar moribundo representa una amenaza. La deglaciación violenta forma avalanchas por desprendimiento o lagunas naturales que colapsan e inundan las poblaciones.
También pueden provocar contaminación. Sin la corteza de hielo, las montañas peladas contienen decenas de sustancias químicas que llegan a los ríos y lagunas. Estas se mineralizan y perjudican el abastecimiento hídrico para el ganado y poblaciones.
Inaigem recorre el país intentando consensuar una política nacional para reducir la amenaza a estos ecosistemas. Los nevados son abuelos desahuciados, repite Herrera, pero con una herencia vital: el agua. El reto es preservarla. Hay varias alternativas.
Algunos plantean represas o prácticas ancestrales, como la infiltración de agua en el subsuelo para alimentar manantiales, cuyas escorrentías llegan a los ríos. Sin embargo, eso exige un trabajo minucioso. Faltan bosques que absorban el líquido en época de lluvias. Se debe prohibir el pastoreo. Hasta los cascos de los animales malogran el suelo de estos lugares.
No parecen asuntos compatibles: smog y deglaciación. Sin embargo, para Herrera hay una suerte de causa y efecto. Las emisiones de dióxido de carbono (CO2) sí afectan a los glaciares. ¿Cómo? Hay estudios que revelan que el carbono se adhiere al hielo y atrae la radiación solar. Así, las probabilidades de derretimiento son mayores.
Es probable que el Coropuna, otra cumbre con pérdida del 50% de su glaciar, sea afectado con las fumarolas del volcán Sabancaya y los humos de la quema de rastrojos tras la cosecha de arroz en Camaná.
El smog de la ciudad de Arequipa abonó al derretimiento del Chachani y el Pichu Pichu. El carbono deja mancha indeleble. Por eso hay que pensar cuando se toma un taxi para una ruta corta o se prende un cigarrillo. La crisis climática es una realidad que no se puede ocultar.
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Según el inventario de glaciares, los ubicados en el sur peruano fueron los más golpeados con el cambio climático. Por ejemplo, los ubicados en la cordillera La Raya, en Cusco, perdieron el 83% de sus nieves. También están en emergencia los de la cordillera del Carabaya, en Puno, con una pérdida de 70%. El último nevado en desaparecer sería el Huascarán, para él prevén un ciclo de 300 años más.