El caso “la manada” ha puesto delante de los ojos de la sociedad española, una sociedad que está cambiando - como lo hizo en el Perú el caso de Arlette Contreras - la manifiesta insuficiencia de un sistema jurídico hecho y administrado por hombres que han normalizado el acoso y la masturbación pública como no punibles. ,Horrorizada leo que existe un grupo de hombres que se autodenominan “célibes involuntarios” (“incel” por su abreviatura en inglés). Ocultos en internet, justifican la violencia contra las mujeres porque las culpan de no tener sexo con ellos o no tener todo el sexo que ellos desean. Alex Minassian, quien hace una semana atropelló y mató a 10 personas y dejó 15 heridos en Toronto, pertenecía a este submundo. ¿Ésta loco? ¿Están locos los que lo siguen y festejan como hazaña su conducta criminal? No, no lo están. En absoluto. Como no lo ésta Carlos Huallpa, el hombre de 37 años que planificó cómo quemar viva a Eyvi Agreda de 22 años porque ella no aceptó sus propuestas sexuales y, por meses, tuvo que huir, sola, de los actos de acoso con los que la torturó. He leído por horas, conmovida, el hashtag “cuéntalo” que, desde España, ha animado a miles de mujeres en twitter a contar en pocas palabras todas las veces en que fueron manoseadas; todas las veces en que un hombre en el transporte público se frotó contra sus cuerpos para masturbarse; todas las veces que fueron insultadas, golpeadas y violadas desde su más absoluto silencio por las mismas razones que callan las mujeres del mundo entero: la “normalización” del abuso sexual en todas sus formas. El caso “la manada” ha puesto delante de los ojos de la sociedad española, una sociedad que está cambiando - como lo hizo en el Perú el caso de Arlette Contreras - la manifiesta insuficiencia de un sistema jurídico hecho y administrado por hombres que han normalizado el acoso y la masturbación pública como no punibles. Un sistema que exige a la mujer su propia muerte para alcanzar – y no siempre – algo de justicia. De ambos lados del Atlántico, la misma porquería. Llorar, consolar, abrazarnos hermanas. Y luego, ¿Qué? ¿Nos quedamos contando víctimas? ¿Sumamos una a una a las asesinadas por sus parejas? ¿Reportamos los casos de acoso no atendidos? ¿No sería mejor tratar de entender por qué está pasando lo que vemos y cómo podemos cambiar el mundo? Sí. Cambiar el mundo para la mitad del mundo. Esa mitad femenina que por siglos ha sufrido la dominación que hoy ya no tiene por qué aguantar. La dominación masculina no es fruto del azar, de la “mala suerte” en una relación particular, de la conducta de unos pocos “locos” o de unos machistas desubicados en el siglo XXI. Nada de eso. Lo que vemos son los estertores de una ideología que se resiste a morir frente a millones de mujeres que se están levantando, unidas, en el mundo entero, para parar siglos de injusticia. Hoy, tenemos hombres que no saben qué cosa es ser masculino. Y entre ellos, los fanatizados, como en cualquier ideología, optan por la violencia para imponer el sexo que por libre voluntad les sería rechazado. ¿Pueden vengarse? Sí. En una calle de Toronto o en un bus en Lima. Ambos casos son manifestaciones de lo mismo. El derecho debe siempre seguir a la realidad y hoy ésta impone cambios. La correcta regulación de las conductas “normalizadas” que son punibles y su sanción es un primer paso urgente. El primer obstáculo es el Congreso que se niega a hacer un pleno dedicado a nosotras, ¡a la mitad de sus electoras! que exigen justicia hoy. El segundo paso está en los operadores de justicia. Desde el policía – que podría ser un miembro de los “incels” sin saberlo – y que trata sin ninguna empatía a las víctimas, hasta las salvajadas que hacen los jueces. En Lima, en Ayacucho o en Navarra. Da igual. Mientras el operador de la justicia no cambie, nos podemos romper las suelas de los zapatos marchando por nuevas leyes, las podremos conseguir victoriosas, pero nada se habrá logrado. Sin embargo, es en la sociedad y la cultura donde los cambios se hacen de a pocos, pero con profundidad. Más mujeres educadas, con mayores niveles académicos no las salva de ser víctimas, pero son ellas las primeras en alzar la voz, en sublevarse ante un dolor, un miedo diario a vivir, impuesto injustamente sobre sus vidas. Educar niños y niñas en el respeto mutuo, en la libertad de elegir sus caminos, rompiendo estereotipos y perjuicios. ¿Es tan difícil? No lo es. No creo que lo sea, si nuestras educadoras – ellas son mayoría en la infancia – se capacitan para cambiar. Para actuar, crear y acoger espacios escolares que saquen a las niñas y niños del infierno del abuso sexual infantil que es moneda corriente en el Perú. ¿Tenemos miedo? Sí. Es inevitable. Pero el miedo es una alerta, evolución de miles de años, que sirve para huir o atacar. Paralizarnos o enfrentar. Usemos pues el miedo y transformemos éste en respuesta racional, crítica, tan planificada como la de los agresores, pero para cambiarlo todo. La medida del éxito es que el miedo se trastoque en alegría de vivir para todas, algún día. Estamos lejos, pero con esperanza, debemos emprender el largo camino que nos toca. La larga y buena batalla.