No ganó la presidencia pero se ha ganado a pulso en estos meses el repudio generalizado. Keiko Fujimori ha sabido demostrar cuan carente de ideales democráticos es; cuánta deficiencia en sus decisiones políticas; cuánta improvisación política al elegir a sus congresistas; cuan poco le importa que el Perú avance y cuánto más por encima de las prioridades del país pone su resentimiento personal y desesperación por el poder. Keiko no es una persona que carezca de inteligencia, pero no ha sabido dar la talla de estadista ni de líder político institucional. Es un desperdicio de capital político que se apellide Fujimori y que tenga a su disposición gente dispuesta a servir una causa por solo el peso político de su apellido; porque ha mostrado que la causa que ella propone a su grupo no es en toda honestidad la del Perú sino la de su desesperación por el poder. Es una paradoja porque Keiko pudo haber brillado como política, quizás convertirse en la primera mujer presidenta del Perú; pero la paradoja se origina en que todo aquello que le daba la posibilidad de alcanzar eso es también aquello que la hunde hacia la derrota: la herencia fujimorista. ¿Qué es la herencia fujimorista? Es una combinación del capital político heredado de su padre (posibilidades), junto con el peor ejemplo de prácticas antidemocráticas, antipatria, antivalores comunes (limitaciones). La inteligencia no le ha alcanzado para ponerse por encima de aquella perversa educación paterna. Keiko no ha sabido, no ha podido liberarse de lo aprendido, no ha sido capaz de cuestionarlo privada y públicamente (excepto durante campañas y de modo muy tenue y marketeado). Si Keiko Fujimori no se hubiera inclinado tan indefensamente por la vena autocrática, abusadora, sinuosa de su padre, si ella hubiera tenido la consciencia y herramientas para sobrepasar ese lastre personal-político, es muy probable que estuviera hoy en la presidencia. Y no solo eso, podría haber hecho un buen trabajo para el Perú, porque hemos visto que es aplicada, obstinada, tenaz y muy política, entendida la política en sus términos como el arte del engaño. Pero nada de esto sucedió y hoy Keiko y su agrupación prontuariada son el penoso reflejo de un mal mayor en el Perú: la inexistencia de instituciones. Sean estas instituciones partidarias, instituciones públicas o privadas. ¿Pero qué es institucionalidad y por qué es tan importante para una sociedad democrática? Porque la institucionalidad se opone a los personalismos, individualismos, egoísmos y ambiciones personales. La institucionalidad está anclada a la identidad nacional, a los valores comunes, a una visión compartida y sostenida por ese colectivo llamado Perú. Es lo que hace que una Fiscalía o Poder Judicial esté por encima de coyunturas, amenazas o apetencias de las personas de turno en los puestos que la conforman. Es lo que hace que esas personas sientan el deber de honrar esos valores comunes y beneficiosos para la patria antes que someterse a alguna prebenda o amenaza. La institucionalidad es una fuerza que genera arraigo común, que pone en valor nuestro cariño y respeto por el país y el conjunto de quienes lo conformamos; la institucionalidad es lo que hace que los liderazgos en partidos políticos no sean meros caudillismos para mandar a su antojo; institucionalidad implica respeto, equilibrio, planes comunes, tareas compartidas. La institucionalidad desde el gobierno, en ministerios e instituciones de servicio público implica entender el servicio como una mística de entrega a nuestra comunidad más grande y compartida que es Perú; priorizando al colectivo antes que al individuo y su posición de poder, sus finanzas personales o futuro laboral. Keiko y sus esbirros, Alan y los suyos, son todo lo que tenemos por “partido político”. Ambos liderazgos caudillistas; ambos enfocados a causas antipatria; ambos mirando sus intereses propios (más poder, más dinero); ambos ampliamente cuestionados; ambos ampliamente blindados; ambos una pérdida para la institucionalidad política entendida como el ejercicio del poder en pos del bien común, ambos con demasiado poder y atribuciones destructivas, injustas, desequilibrantes, desalentadoras para el Perú. Sus presencias nos recuerdan todo lo que nos falta como país, la urgente necesidad de educar a la mayor cantidad de peruanos en pensamiento crítico y en la responsabilidad de participar en el modelamiento de la sociedad en la que queremos para nosotros y los que vienen, ejerciendo nuestros derechos políticos y ciudadanos. A trabajar, ¡ya!