
Escribe: Eduardo González Viaña
Va a celebrarse en el Perú el X Congreso Internacional de la Lengua Española en Arequipa del 14 al 17 de octubre bajo el lema «Grandes desafíos de la lengua española: mestizaje e interculturalidad, lenguaje claro y accesible, culturas digitales e inteligencia artificial».
Estarán presentes 250 escritores, académicos, expertos y profesionales de todo el mundo relacionados con el español.
-¿Y el castellano qué tiene que ver conmigo? -me pregunta Roger Balladares, un amigo nicaragüense que hace 30 años fue mi alumno de Español en la universidad de Berkeley.
Le respondo que él no sería él si no hubiera tomado la decisión de estudiar nuestra lengua cuando ingresó a ese alto centro de estudios de California. Inmigrante en Estados Unidos cuando era muy joven, acaso tendría el mismo nombre, pero lo pronunciaría distinto. Tal vez sería un poquito más gringo.
No es ahora un profesor sino un importante empresario, pero además la suya es la historia de un hablante del español y un heredero de las mil aventuras humanas que se hicieron para que aquello fuera posible.
Es bueno anotar, desde ahora, que el idioma oral y la literatura llegaron de la mano el mismo día al Nuevo Mundo pues la primera palabra que aquí resonara -¡Tierra, tierra!!! -fue seguida esa misma noche, en la cabina de la nave capitana, por el diario del Almirante, un documento en el que los hechos reales son menos importantes que las palabras y la imaginación de un escritor desaforado que ha surcado toda la Mar Océana y que -en busca del ritmo de la prosa- describe las islas del Caribe como si fueran las del Asia, identifica esta tierra con aquella de donde llegaban los tesoros del rey Salomón, quiere enviar una embajada ante el gran Khan y está dispuesto a escalar las montañas del paraíso terrenal.
Importa recordar que la primera gramática de la lengua, la de Nebrija, aparecerá tan solo unos días después de que la última carabela hubo partido del puerto de Palos de Moguer, y quizás la siguió como una nave fantasma por toda la mar tenebrosa hasta llegar a la tierra donde se produciría la más formidable inundación de palabras que se haya dado en la historia.
Almirante de la Mar Océana. Título que los Reyes Católicos otorgaron a Cristóbal Colón en las Capitulaciones de Santa Fe de 1492. Imagen: Difusión.
Siempre he pensado que, en vez de no sé cuántos países con peligrosas fronteras, hay en nuestra tierra dos Américas: la de las costas y la de las montañas y mesetas. Lo primero que separa a la América de las alturas (Cusco, México, Quito, La Paz, Bogotá, el norte argentino) de aquella bañada por los mares (Cartagena, La Habana, Veracruz, Puerto Rico, Lima, Buenos Aires) son dos sonidos, el de la erre que raspa, rueda y se descarrila en las sierras y en la cashne del cashnero goshdo, y el de la elle que se produce de forma inimitable en las alturas y que transforma la calle en caye y en cae en las más de estas ciudades cercanas al mar, o que hace asolearnos en alguna placha amaricha próxima al Buenos Aires.
Desde 1493 hasta 1510, el 60 por ciento de los españoles en América eran andaluces y el 90 por ciento de las mujeres eran andaluzas. Con la incontinencia verbal de estos y aquellas, podemos suponer que bastaban cuatro andaluzas para andaluzar al continente.
-Un momento -me interrumpe Roger. El poeta peruano Marco Martos dice en un bello poema “Habla con la montaña y te responderá en castellano”.
-Marco tiene razón -le digo- porque el aporte de nuestra América a la lengua es sumamente importante.
Las lenguas indígenas hicieron su parte. Pese al exterminio de la mayor parte de la población nativa que se produjera en los primeros diez años del descubrimiento y la conquista, en ese mismo plazo el castellano era ya otro idioma, y había atesorado casi tanta riqueza de léxico como la que había ganado durante todos los siglos de la dominación musulmana. Por su parte, los dioses vencidos llegados en cadenas desde el África le imprimieron desde entonces a la lengua de las costas un ritmo y un misterio que solo cambiarán cuando se acabe el mundo.
Una alumna me preguntó si en América latina hablamos mejor o peor que en España, y yo recordé a Borges quien decía que: "No he observado que los españoles hablaran mejor que nosotros. Hablan en voz más alta, eso sí".
Y dejo de evocar mis tiempos en Berkeley porque los recuerdos se enredan con las palabras, y estrella, colina, pinos, pájaros, noche, madera, esperanza son ahora las señas de un idioma maravilloso en el que soñaré esta noche.

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