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Opinión

La delincuencia ya viene por nuestros niños, por René Gastelumendi

La crueldad de la delincuencia ha alcanzado un nuevo y aterrador nivel. Lo que antes parecía un hecho aislado, hoy se ha vuelto una constante. 

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La delincuencia ha convertido al transporte público en blanco fácil, generando miedo constante entre conductores y pasajeros. | Urpi

La delincuencia peruana, en los últimos días, nos ha enrostrado la espantosa psicopatía que implica que un niño sea víctima o, incluso, pierda la vida como daño colateral. Una realidad que nos duele a todos como sociedad, porque atenta contra lo que, en el papel, debería ser un espacio —si no sagrado, al menos liberado— de la oscuridad de la violencia.

A inicios de la semana, en San Juan de Lurigancho, una adolescente de 13 años caminaba por una calle buscando su combi cuando un delincuente le arrebató el teléfono antes de que pudiera subir. El shock emocional fue tan grande que su cuerpo, incapaz de procesar la brutalidad de la ciudad que habita, colapsó en el pavimento. Se desmayó.

En Breña, en el supuesto refugio tranquilo de una pollería familiar, un niño de apenas 8 años se vio obligado a levantar sus pequeñas manos, temblando, mientras una pistola le apuntaba. Un gesto aprendido: un niño que ya sabe, antes de tiempo, el costo de la vida. Y, sin embargo, ese gesto no lo libró de ser encañonado y amenazado. El niño rompió en llanto, sin dimensionar todo lo que se le quebraba esa tarde-noche.

Estas no son solo noticias: son heridas abiertas en el alma de una sociedad que ha olvidado cómo proteger a sus hijos o que, simple y crudamente, ya no sabe cómo hacerlo. Quizá, incluso, el deber de proteger a los más vulnerables ya la excede.

La crueldad de la delincuencia ha alcanzado un nuevo y aterrador nivel. Lo que antes parecía un hecho aislado, hoy se ha vuelto una constante. El 14 de octubre de 2024, un sicario ingresó a un colegio en Ate y mató a un profesor delante de sus alumnos. Los niños, traumatizados, fueron testigos de un acto de violencia que ninguna persona —menos aún un escolar— debería presenciar.

Meses después, el 17 de mayo de 2025, un niño de 6 años murió por una bala perdida en Independencia, mientras viajaba con su madre en una combi atacada por miserables extorsionadores. Un viaje rutinario se convirtió en tragedia. Una lotería al revés.

Y en un caso aún más reciente, en Huaura, el 20 de agosto de 2025, un niño de 8 años que esperaba su cena en un puesto de comida fue alcanzado por una bala perdida durante un tiroteo entre sicarios y un presunto extorsionador. A pesar de ser trasladado de emergencia al hospital de Huacho, no sobrevivió. Otro niño muerto.

Las secuelas invisibles: el trauma infantil

La pregunta inevitable es: ¿qué pasa después con esos niños? A diferencia de la mente adulta, con mayor capacidad de racionalizar y procesar el pavor, la mente infantil está en desarrollo. Para ellos, estos eventos no son simples sucesos: son catástrofes que reordenan su percepción del mundo, los dislocan, los traumatizan, dejan huellas indelebles.

La niña de 13 años no recordará la pérdida de un celular, sino el pánico que la hizo colapsar. El niño de 8 años, cada vez que entre a una pollería con su familia, podría revivir el terror de levantar las manos. Y los alumnos que vieron al sicario matar a su profesor no solo perdieron a su mentor: perdieron también la sensación de que el colegio es un lugar seguro.

Miedo, miedo, miedo. Los otros niños, el de Independencia y el de Huaura, se fueron demasiado pronto. Ya no están entre nosotros.

Las secuelas de esta violencia son profundas y se manifiestan de formas que ni los propios padres logran entender: ansiedad, pesadillas, miedo a salir de casa, cambios de comportamiento y, en el peor de los casos, la pérdida de la inocencia y de la capacidad de confiar en los demás.

El tratamiento de estos traumas recae, en gran parte, en los padres, quienes suelen quedar tan golpeados como sus hijos, pero son adultos. Tamaña diferencia.

La falta de acceso a servicios de salud mental es una de las grandes fallas del Estado. Instituciones como el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), el Ministerio de Salud (MINSA) y los Centros de Salud Mental Comunitarios deberían brindar atención especializada y gratuita. Pero los recursos son limitados, los servicios precarios y la mayoría de casos no recibe el seguimiento que la urgencia requiere. El resultado es que los estragos psicológicos quedan sin sanar, perpetuando un ciclo de miedo y trauma que afecta a toda la familia.

¿Quién se preocupa realmente por la salud mental de estos niños sobrevivientes?

La deshumanización del crimen

En esta coyuntura espantosa surge otra pregunta: ¿qué tipo de persona es capaz de apuntar a un niño con un arma o de matar a un profesor delante de sus alumnos? ¿Son “solo” psicópatas? La respuesta no es una simple patología: es una deshumanización total. De ellos, y —Dios no lo permita— de nosotros mismos como sociedad.

Estos miserables se caracterizan por la falta de empatía, la incapacidad de sentir remordimiento y la desconsideración absoluta por la vida de los demás. La delincuencia se ha vuelto tan brutal y demoníaca que ya no tiene el más mínimo límite moral.

Los sicarios, al ejecutar sus crímenes delante de niños, demuestran que no hay frontera que no estén dispuestos a cruzar. Para ellos, los niños no son solo un estorbo en el camino de sus fechorías; se han convertido en un mensaje siniestro, en la evidencia de que la violencia no tiene piedad.

¿Y sentirán culpa? No. Definitivamente, no. Duermen tranquilos los desgraciados.

En un contexto de crimen sistémico, la empatía es una carga para los débiles. La tragedia de estos niños es una puñalada, un balazo, una detonación que refleja lo que ya le pasa a un país que ha llegado a niveles de crueldad insostenibles.

La violencia en los colegios

La violencia también ha escalado a los colegios, lo cual puede ser ya, en este punto, una crisis sin retorno. La prueba de que el crimen ha llegado a niveles intolerables es que ya no se limita a las calles, sino que invade los espacios más sagrados: las escuelas.

Lo que comenzó como hechos aislados se ha vuelto alarmantemente frecuente:

  • En febrero de 2025, un colegio en Comas suspendió clases presenciales tras un atentado con artefactos explosivos.
  • El 10 de marzo de 2025, se difundió un aterrador mensaje dirigido al director de un colegio: “Si no haces caso, ve comprando un cajón”.
  • En junio, se halló una granada de guerra cerca de un colegio en San Juan de Lurigancho, lo que obligó a evacuar a los alumnos.
  • Y más recientemente, en agosto, la directora de un colegio estatal en el mismo distrito renunció por miedo a represalias.

Estas amenazas no son solo contra los directores: son contra los niños.

La delincuencia ha encontrado en la vulnerabilidad de la infancia una forma de imponer el terror.

El debate que se viene en esta campaña electoral ya no será un debate sobre seguridad. Será, necesariamente, un debate sobre una crisis social y humana que nos obliga a preguntarnos: ¿Hasta dónde vamos a llegar?

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