En la mañana del jueves 9 de diciembre de 1824, los dos ejércitos que definirían el destino de América del Sur se encontraron finalmente en la Pampa de la Quinua. Si bien sus integrantes habían ido cambiando con el correr de los años, al rendirse unos, pasarse de bando otros o simplemente morir a manos del enemigo, lo cierto es que ambas fuerzas habían venido combatiendo por mucho tiempo, y el cansancio y desgaste se dejaban notar en sus oficiales y soldados, especialmente en los que defendían a un exhausto y anacrónico imperio español, que durante las últimas cuatro décadas venía haciendo frente a quienes cuestionaban su autoridad y poder.
La Batalla de Ayacucho, como se le ha llegado a conocer, significó uno de los despliegues más impresionantes de infantería y caballería en suelo americano. Hoy en día, cuando la guerra ha mutado hacia el uso de drones (como en el conflicto ruso-ucraniano) o la masacre de civiles (como ocurre en Palestina y el ejército israelí), es difícil imaginar el choque de cuerpos, bestias y máquinas que terminaron por definir la suerte de varios países y el inicio del fin de un imperio de tres siglos donde nunca se ponía el sol. Hacia la tarde de ese nueve de diciembre, una buena parte del continente era oficialmente libre de su metrópoli europea.
La sola mención de Ayacucho se volvió sinónimo de liberación en América Latina. La derrota del ejército realista fue, después de todo, un impresionante esfuerzo continental en recursos humanos y logísticos. Si bien las nuevas repúblicas podían tener cierta tranquilidad desde entonces, los numerosos desafíos de cómo gobernarse como entidades autónomas recién comenzaban, con aciertos y errores que marcaron a sus habitantes entonces y que lo continúan haciendo mientras usted lee estas líneas. Derrotar a un imperio no es poca cosa: Haití lo había hecho pocos años antes con la Francia de Napoleón, el Imperio Británico y el Imperio Español, y había pagado el precio del aislamiento y una espiral de crisis y violencia que no cesa.
Eso hace que la hazaña de Ayacucho de 1824 no sea tan solo una militar, sino una de carácter político e incluso moral. Por ello, lo menos que se esperaba era una conmemoración que estuviese a la altura de lo que significó entonces y de la promesa que continúa significando doscientos años después. No obstante, eso no ocurrió. En su lugar, tuvimos una ceremonia desabrida desde ese búnker llamado Palacio de Gobierno para evitar que la población abucheara a una mandataria cuya popularidad roza ya el margen de error de las encuestas.
Este ha sido sin duda el Bicentenario más accidentado del que se tenga memoria, si uno lo compara con lo que hicieron en su momento Leguía en 1921 y Velasco Alvarado en 1971. La pandemia de Covid-19 impidió que 2021 pudiese ser celebrado de manera adecuada, a lo que se sumó el inicio de la actual crisis política, con un presidente que terminó dando un golpe de Estado y una oposición que no dudó en desestabilizar al país para obtener una cuota de poder (y no soltarla desde entonces).
La idea de hacer del Bicentenario una celebración importante del Gobierno de Dina Boluarte comenzó a gestarse desde el año pasado. Se esperaba que el Bicentenario de 1824-2024 pudiese eclipsar no solo al Bicentenario de 1821-2021, marcado por el efímero gobierno de Pedro Castillo, sino también la masacre contra ciudadanos que se manifestaban a la toma de mando de Boluarte a fines de 2022. Con un sector Cultura desmantelado por la exministra Leslie Urteaga, una parte importante del sector intelectual alejado y una población civil hastiada, el Gobierno se quedó sin capacidad logística y legitimidad para llevar a cabo una celebración tan importante, similar a la que había tenido lugar en otros países de la región años antes.
La ausencia de preparación para el Bicentenario refleja, a mi entender, un problema no solo de gobierno, sino de Estado. Si me preguntan qué fue lo que hicimos para este Bicentenario y qué se deja, me cuesta trabajo encontrar algún ejemplo, más allá de una colección de monedas emblemáticas del Banco Central de Reserva, donde tuvieron el buen tino de incluir al médico afrodescendiente José Manuel Valdés. El Museo Nacional (MUNA) no llegó a cuajar del todo, el Archivo General de la Nación casi fue trasladado a una sede inadecuada en el Callao, la Biblioteca Nacional fue descabezada y la Casa de la Literatura, junto con el LUM, fueron sometidos a acosos constantes por funcionarios mediocres de este Gobierno.
A diferencia de 1824, donde los países de la región confluyeron para hacer de Ayacucho un símbolo sudamericano, el Bicentenario ha demostrado lo aislado que se encuentra el Gobierno, incluso de los países más cercanos a su credo autoritario y de derecha ultraconservadora. La APEC le brindó al Gobierno la ilusión, por unos días, de creer que tiene importancia geopolítica, cuando en realidad se trató de una subasta para ver cómo China y Estados Unidos renegociaban sus propias zonas de hegemonía en territorio peruano sin que podamos hacer mucho por imponer condiciones o sacar provecho de las mismas.
En seis años más (2030), se conmemorarán los doscientos cincuenta años de otro acontecimiento importante para el país: la rebelión de Túpac Amaru y Micaela Bastidas. Tomando en cuenta la atmósfera rancia que envuelve a nuestra clase política, y de seguir en el poder la coalición autoritaria que nos gobierna hoy, es casi seguro que se busque minimizarlo desde el discurso oficial. Ojalá que al menos para entonces se genere un debate interesante, a diferencia de este Bicentenario tan gris, opaco y patético como quienes ocupan Palacio de Gobierno y el Congreso.