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Negar la movilidad humana es negar nuestra identidad, por Nancy Arellano

Desde la diáspora bizantina hasta las oleadas migratorias en América, la movilidad humana ha sido clave en el desarrollo cultural y civilizatorio, enriqueciendo tradiciones y lenguas.

A propósito del Día del Migrante ayer 18 de diciembre, cabe recordar que la migración ha sido el primer “internet” de la humanidad: mucho antes de los cables submarinos y la fibra óptica, fueron los cuerpos y las ideas en movimiento los que abrieron ventanas al mundo. Personas que se desplazaban llevaban consigo lenguas, técnicas, símbolos y preguntas; conectaban culturas que de otro modo jamás se habrían encontrado. Cada ruta migratoria fue, en su momento, una red de datos vivos: maestros, artesanos, comerciantes y guerreros intercambiando conocimiento, afectos y poder.

Cuando los sabios bizantinos huyeron hacia Italia tras la caída de Constantinopla, llevaron consigo manuscritos, tradiciones filosóficas y saberes científicos que fertilizaron la Florencia de la Baja Edad Media. Esa diáspora de intelectuales y artesanos fue un “upgrade” del sistema operativo europeo: sin ella, es difícil imaginar el Renacimiento tal como se lo enseña hoy en las escuelas. El canon que asociamos a “lo europeo” es, en realidad, el resultado de una mezcla intensa de influencias griegas, árabes, judías, bizantinas y latinas, todas mediadas por siglos de migración.

Lo mismo vale para nuestra región. Sin las migraciones internas de pueblos como los incas o los toltecas, sus logros civilizatorios no habrían irradiado más allá de sus valles de origen. Fueron sus desplazamientos —planificados o forzados— los que expandieron lenguas, sistemas agrícolas, tecnologías hidráulicas y formas de organización política. Las Américas que hoy habitamos son inconcebibles sin esas oleadas sucesivas de movimiento humano: de los primeros pobladores que cruzaron continentes, a las diásporas africanas esclavizadas, pasando por las corrientes europeas y asiáticas que llegaron entre los siglos XIX y XX.

Por eso, la idea de un mundo autárquico es una utopía peligrosa: nunca existió y, si lo hiciera, sería profundamente empobrecedora. La libre movilidad de bienes, capitales y personas —con reglas y salvaguardas, sí— es precisamente lo que define nuestra contemporaneidad. Cada tratado comercial, cada programa de intercambio académico, cada comunidad transnacional de científicos o artistas, funciona como una red de nodos humanos que amplía las posibilidades de todos. Cerrar esas válvulas no resuelve los problemas; solo cambia quién se beneficia y quién queda atrapado en la marginalidad.

¿Hay retos? Siempre. Todo fenómeno humano impone tensiones: desigualdad, conflictos culturales, explotación de migrantes, reacciones xenófobas. La cuestión no es si la migración es buena o mala en abstracto, sino cómo se gobierna: con miedo y exclusión o con política pública, instituciones y derechos. Lo que ha hecho de Occidente lo que es —con todas sus sombras— no es la pureza, sino su capacidad de producir dinamismo y libertades, de corregirse una y otra vez siguiendo, aunque sea de forma imperfecta, los horizontes de igualdad, libertad y fraternidad que tanto se invocan desde la Revolución Francesa y que resuenan en nuestros himnos.

La Ilustración que tanto se celebra tampoco fue un fenómeno encerrado en sí mismo: sus debates circularon entre puertos, universidades y salones a través de personas que cruzaban fronteras, traducían textos, escribían desde el exilio o retornaban con nuevas ideas. La Ilustración huele a tinta, pero también a migración. Entender eso obliga a mirar la movilidad humana no como una anomalía a contener, sino como una infraestructura esencial de lo que somos y de lo que aún podríamos llegar a ser.