Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea.
–José Martí
En el Perú comienza a hablarse de una Asamblea Constituyente. Ese momento solemne que ilumina la relación entre el derecho y el poder.
Viví como periodista “la previa” y el desarrollo de la Constituyente presidida por Víctor Raúl Haya de la Torre, que aprobó la Constitución de 1979, con el general Francisco Morales Bermúdez como jefe de Estado. Por varios motivos fue el inicio de una transición a la democracia más modélica que la española. En lo principal, porque el dictador estaba vivo y ya había coexistido con partidos de centroizquierda y centroderecha, en los cuales destacaban líderes genuinos. Entre ellos, Armando Villanueva, Luis Alberto Sánchez, Alan García, Andrés Townsend, Manuel Ulloa, Valentín Paniagua, Luis Bedoya, Ernesto Alayza y Alfonso Barrantes. Además, el antes “golpeado” Fernando Belaunde seguía el proceso desde su exilio.
Detalle histórico: esa asamblea enmarcó el encuentro emblemático entre Haya, el líder aprista perseguido por las dictaduras militares, y un dictador militar que lo respetaba. Por todo eso, hoy veo ese momento constituyente como paradigmático. Reflejó un consenso previo entre líderes democráticos de centro y mandos castrenses que sabían hasta qué punto las dictaduras los dividen.
Antes, en los años 60 de mi sur y a contrapelo de juristas conservadores, yo no asumía la Constitución Política vigente como un gran fijador del statu quo. En el debate universitario sostenía que el orden constitucional no era reflejo de un orden metafísico inmutable, sino una conquista cultural modificable según el talante político de los tiempos.
Sin embargo, a fines de esa década me pasé para la punta. Motivado por el impulso revolucionario de la época creí, por escrito, que en mi sur podríamos transitar hacia un Estado Socialista de Derecho, sin cambiar de constitución. A toro pasado, pero a un altísimo costo —golpe de Estado de 1973—, aprendí que eso era un ideologismo de signo inverso. Implicaba creer que la Constitución, que venía de 1925, podía soportar cualquier cambio de plataforma política. De relativizar el valor de una constitución había pasado a mirarla en menos.
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A esta altura de mi aventura, acepto que lo dicho se entienda como una autocrítica feroz. Pero sugiero que también se entienda como contributivo al mejor entendimiento de lo delicado que es el equilibrio entre la democracia y el derecho. Lo experimenté hace muy poco, como ciudadano escarmentado, cuando asistí a dos momentos constituyentes contradictorios. El primero pretendía aprobar una constitución que “refundaría” mi país, en línea con los modelos chavista y boliviano. El segundo pretendía potenciar las aristas conservadoras de la muy reformada Constitución vigente, que para unos es la de Augusto Pinochet (1980) y para otros la de Ricardo Lagos (2005).
Ante el fracaso de ambos intentos —más rotundo el primero que el segundo—, muchos hablan del “errático comportamiento político” de mis paisanos. No es esa mi conclusión. Yo creo que, por el contrario, dieron una lección a los dirigentes políticos polarizados. Dijeron, plebiscitos mediante, que una constitución debe ser reflejo de un consenso nacional perceptible y no un texto para imponer proyectos sectoriales, en una suerte de juego de suma cero.
El problema mayor para políticos e ideólogos de andar por casa es que, para asumir esa lección, se requiere conocer algo más que la aldea propia.
La realidad externa muestra algo que no sospechan quienes miran las constituciones como instrumentos políticos dirimentes. Sucede que hay vida política democrática sin necesidad de modificar constituciones y hasta sin ellas. Los Estados Unidos funcionan con la primera que se dieron, incluso con guerra civil de por medio. En el Reino Unido, el país de la carta magna, la constitución no existe. En el Medio Oriente, Israel lleva 75 años sin constitución. Para no entrar en conflictos con Yahvé, se rige por leyes fundamentales, en el Magreb. La Constitución de Marruecos combina el formato occidental con el islamismo, dando facultades dirimentes al rey en materias religiosas. Además del jefe del Estado y de las Fuerzas Armadas, él es el comendador de los creyentes. De paso, la funcionalidad de este modelo quedó demostrada cuando Marruecos salió inmune de la revoltosa “primavera árabe”.
Con base en esos ejemplos, parece claro que las constituciones no sirven para dar la razón política, religiosa o ideológica a unos contra otros, sino para habilitar un espacio en el que los demócratas puedan coexistir en modo civilizado. Por ello, es patética esa tendencia regional a las macroconstituciones pletóricas de proyectos, programas y utopías confrontacionales. En definitiva, solo sirven como plataforma para políticos que sueñan con morir en el poder.
Visto así el tema, aprobar una nueva constitución por la mayor de las minorías existentes es perder tiempo democrático y estratégico. Para que un momento constituyente sea rentable, se requiere un consenso mínimo pero amplio, que se exprese en una mayoría social contundente. Solo así ese instrumento jurídico contribuirá a eliminar las polarizaciones que catalizan dictaduras. Solo así los jefes de Estado dispondrán de “bajadas” legislativas funcionales y de una fuerza legítima que los respalde. Solo así podrán abandonar sus cargos sin miedo a que los linchen. Solo así habrá un orden político que permita el crecimiento económico y el desarrollo democrático con equidad.
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En su esencia, aquello ya era parte de los consejos realistas de Nicolás Maquiavelo a su príncipe: “Los cimientos fundamentales en que asentar un Estado son las buenas leyes y los buenos ejércitos”.
Cinco advertencias para cerrar:
Primera, las nuevas constituciones no sirven, por sí solas, para fortalecer democracias polarizadas ni para terminar con sus grandes crisis.
Segunda, solo podremos aspirar a una nueva y mejor constitución cuando comencemos a despolarizarnos para mejor combatir las plagas de la democracia.
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Tercera, para combatir dichas plagas, “las peleas chicas” de los políticos rasos deben ceder el paso a los consensos patrióticos de los líderes, los partidos y las organizaciones sociales.
Cuarta, las dos advertencias anteriores configuran los mínimos previos y necesarios para iniciar la aventura de cualquier nueva constitución.
Quinta, aceptar las tres advertencias anteriores significa elegir representantes de sectores significativos de opinión y prescindir de aquellos para los cuales no hay vida después de los cargos y de quienes mantienen sus pies firmemente clavados en el aire.