(*) Exministro de Salud y excongresista de la República.
En octubre del año 2001, fue creado el Seguro Integral de Salud – SIS para proteger la salud de las personas en extrema pobreza, luego se incluyó a otros grupos poblacionales y se ampliaron las prestaciones. En mayo del 2021, la emergencia por COVID-19 produjo la emisión del DU 046-2021, que amplió la cobertura del SIS a toda la población que careciera de un seguro en salud.
Parecía que nos acercábamos a un seguro universal y gratuito; sin embargo, solo se cumplió parcialmente y no se asignaron los recursos económicos para hacerlo efectivo (ocupamos el penúltimo lugar de gasto en salud en América Latina); tampoco se implementaron estrategias de fondo en el sistema que garanticen a los peruanos una atención digna de su salud.
Con esa realidad, dos tercios de los peruanos que se enferman aún continúan sin atenderse en instituciones de salud, ya sean públicas o privadas (INEI 2022). Olvidó el Estado que no basta con pasar datos del Reniec al SIS para registrar ciudadanos y luego inventarnos la fantasía que tienen una real protección sanitaria o patéticamente anunciar a viva voz que todos los peruanos “tienen un seguro de salud”.
La falta de más de 18.000 médicos especialistas y de más de 60.000 enfermeras; y las serias deficiencias en la capacidad de funcionamiento en más del 90% de los establecimientos de salud del primer nivel de atención y de los hospitales del sistema público solo es una pequeña parte del problema.
Según el Minsa, el 50% de los establecimientos de Salud no tienen ni los medicamentos más comunes, y 4 de cada 10 pacientes compran su receta en farmacias privadas. Un dato adicional es que, siendo un país donde se ha incrementado el número de enfermedades mentales pospandemia, de los 285 centros de salud mental que contamos, 188 están desabastecidos de medicamentos y personal.
Lo cierto es que el SIS es un sistema que básicamente no previene la enfermedad, sino la trata; tampoco asegura que los establecimientos de salud tengan medicamentos, equipos o personal que garanticen una atención oportuna y de calidad. El viacrucis de buscar una referencia para un paciente se ha ‘normalizado’, en un país donde millones se curan como pueden y donde pueden desde hace décadas. Sin embargo, esta exclusión no explica por sí sola nuestros paupérrimos indicadores sanitarios o las cifras récord de fallecidos por COVID o dengue.
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La falta de sensibilidad y decisión política para afirmarnos en ver la salud como un derecho ha devenido en la ausencia de una salud pública integral. La precariedad sanitaria acompaña la indiferencia, mientras que las empresas farmacéuticas y quienes lucran con la salud se aprovechan de estas deficiencias o les conviene que así se mantengan; ya hemos vivido el alza descomunal de los costos de medicamentos, balones de oxígeno y camas UCI en la pandemia.
¿De qué sirve el crecimiento económico si los niños y ancianos se nos mueren por causas evitables? La pandemia debió ser una lección para aprender con dolor y sangre. Con errores y aciertos debió quedar clara la necesidad de una reforma en salud que asegure un sistema nacional debidamente financiado, gratuito e integrado, en particular entre el Minsa y Essalud.
El enfoque de atención primaria de salud con un trato digno a sus trabajadores debió ser un norte irrenunciable. Ahora vemos que todo sigue igual o tal vez peor. Escuchar a la señora Boluarte atribuirse imaginarios triunfos que no existen en Salud, sin una mínima autocrítica por el pésimo manejo del dengue, el incremento de la anemia o la falta de previsión por el fenómeno de El Niño, entre otros problemas, es una muestra inequívoca que no hay voluntad política de producir cambios y que la salud acompañe el futuro de nuestro pueblo. Sin duda, ¡tendremos que exigirlo!