El gobierno de Boluarte se inauguró matando. Es triste, pero cierto. Tres días después de recibir la banda presidencial de un Congreso que solo ayer la llamaba “terrorista” y planeaba desaforarla, seis jóvenes apurimeños de 15 a 21 años, hijos de campesinos de lengua materna quechua, fueron asesinados por proyectiles de arma de fuego disparados por la PNP en Andahuaylas y Chincheros (Apurímac).
Según el informe de Amnesty International, a David Atequipa Quispe, de 15 años, el proyectil le perforó el tórax desde atrás, lo mismo que a John Erik Enciso Arias, de 18 años, a quien los disparos le perforaron “el cráneo y la cara” por atrás, mientras observaba la protesta. Erik “soñaba con ser policía”. Junto él estaba Wilfredo Lizarbe, de 18, también baleado mientras observaba la protesta. Estudiaba en el internado de San Francisco de Abancay, revela La República, y quería ser enfermero.
Una suerte similar corrieron esos días otros tres jóvenes en Apurímac, y luego en otras regiones en las semanas siguientes, llegando a medio centenar los peruanos asesinados por su propio gobierno, entre manifestantes y transeúntes, siguiendo el mismo patrón. Los organismos internacionales han calificado las muertes, en su mayor parte, como ejecuciones extrajudiciales y, en algunos casos, masacres.
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Por esos meses escuché decir a un comentarista en un podcast, en relación al gobierno de Boluarte, que había que separar “gestión” de “política”. Confieso mi perplejidad y preocupación de que alguien altamente instruido pudiera pretender separar en el “análisis” elementos de la realidad que están tan estrechamente entrelazados. En similar sentido, más recientemente, Augusto Álvarez Rodrich opinaba en este diario que impulsar la salida de Boluarte “por razones principistas vinculadas a las muertes de inicios de año” constituía un “activismo exagerado […] que mella la capacidad de análisis y de estrategia”.
Dejo a juicio de l@s lector@s decidir qué tan mellada pueda estar la “capacidad de análisis” de alguien por rehusarse a convertir un probable crimen de Estado en una simple “variable” a descartar, o si es posible ser “exagerado” cuando los derechos humanos están en juego. Pero sí estoy convencida de que nada de lo que ocurre políticamente en el Perú desde el 7 de diciembre no puede entenderse sin considerar las masacres y ejecuciones de los primeros meses del presente gobierno, que, además, repiten patrones históricos de violencia y racismo que debíamos haber superado, y en los cuales tendríamos que reflexionar con mayor intensidad estos días en que se cumplen 20 años de la entrega oficial del Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Sin embargo, eso es precisamente lo que propone el gobierno: amnesia, y persiste en no reconocer su responsabilidad en los hechos. Pero las evidencias son demasiado copiosas como para pretender ocultarlos, y han producido suficiente dolor y agravio como para que se conformen los deudos, impactando al país entero y más allá de él. Este no es solo “su” problema, es el nuestro.
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La violencia fundacional del régimen, y su afán de negarla con mendacidad audaz, es un factor clave para entender su ilegitimidad, su debilidad intrínseca, el repudio del 80 por ciento y la lógica con la intenta consolidarse en el poder.
Boluarte ha forjado un pacto de encubrimiento e impunidad –más que de gobierno– con diferentes poderes igualmente reacios a someterse a la justicia (aún dentro de las propias instituciones encargadas de administrarla): las FFAA y la Policía Nacional; grupos delincuenciales y de intereses privados que, con el nombre de “partidos”, operan en el Congreso; sus celadores en el TC y la Defensora del Pueblo; una fiscal de la nación con tesis fantasmas, grados académicos espurios y entregada a entorpecer las investigaciones que puedan comprometer a Boluarte y a las mafias que protege (aquí no entran las que involucran Pedro Castillo, por cierto); poderes mediáticos y empresariales. Es decir, el pacto es con los que perdieron la elección o nunca postularon.
De cara a la ciudadanía, la coalición de gobierno busca normalizar la barbarie ejerciendo una represión brutal en las marchas ciudadanas; con detenciones arbitrarias y hostigamiento a manifestantes y periodistas; mordaza para artistas disidentes, recortes presupuestales a las escuelas de arte; retiro de insumos para las investigaciones forenses; copamiento de entidades públicas con despidos arbitrarios y el remplazo de profesionales competentes con otros menos calificados, pero que ofrecen no “incomodar”.
Por su parte, el premier Otárola, responsable político de la masacre de Ayacucho, y negacionista acérrimo, ha puesto en marcha un plan para subsumir instituciones públicas de control en una todopoderosa PCM que él controlaría, a la usanza de Fujimori, como informa Hildebrandt en sus 13, mientras Boluarte busca quebrar la resistencia de las regiones con clientelismo y “divide y reinarás” característico de todo autoritarismo. A la coalición de gobierno solo le queda por tomar la Junta Nacional de Justicia y los organismos electorales para ejercer el control total del Estado.
En este marco, el Fondo Editorial del Congreso publica el libro Constitución política para escolares, donde presenta a Alberto Fujimori como un héroe salvador que nunca hizo un golpe de Estado. Se busca implantar una mentira oficial, irónicamente, en el preciso momento en el que se celebran los 20 años de la entrega oficial del Informe de la CVR ¿Mera coincidencia? Me parece positivo que se divulgue la Constitución vigente y sirva para propiciar debates informados y siempre que no se alteren sus contenidos ni el contexto.
Porque, aunque el fujimorismo que hoy cogobierna diga que defiende esa Constitución, son los que más la han modificado revelando que de lo que se trata es de impedir que la modifiquen otros…
¿Qué tal, entonces, si empezamos por practicar y hacer cumplir su artículo primero?: “La defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado”.
Jóvenes fallecidos en protestas presentarían marcas de proyectiles de arma de fuego . Foto: La República