Tres expresidentes duermen juntos en el penal de Barbadillo, ubicado en la periferia de Lima, Perú: Alejandro Toledo, quien acaba de ser extraditado desde los Estados Unidos acusado de lavado de activos, tráfico de influencias y colusión; Alberto Fujimori, quien está purgando una condena de 25 años por graves violaciones de derechos humanos y corrupción; y Pedro Castillo, acusado de rebelión luego del intento de golpe fallido el 7 de diciembre del año pasado y por hechos de corrupción.
Tres otros expresidentes han sido acusados por corrupción: Ollanta Humala está en pleno juicio, mientras Pedro Pablo Kuczynski espera su juicio desde casa. Y no hay que olvidar a Alan García, quien evadió la justicia cuando se mató ante su inminente arresto por corrupción. Por un lado, se puede entender la investigación periodística y fiscal que llevó a la extradición y detención de Toledo como una victoria para el Estado de derecho: demuestra que existen mecanismos de rendición de cuentas tanto en la sociedad civil como a la nivel del sistema de justicia para detectar graves crímenes y recabar las pruebas necesarias para acusar y llevar a los acusados a la justicia, sin importar que sean personas que tienen, o tuvieron, poder.
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También demuestra la importancia de la justicia global y el principio de complementariedad entre los fueros domésticos y los fueros internacionales. Es un sistema imperfecto: la posibilidad de que Eliane Karp podría huir a Bélgica o a Israel, países que no tienen tratado de extradición con el Perú, para evitar ser extraditada, sería ejemplo de ello. Pero en el caso de Toledo, así como el caso de Alberto Fujimori hace 15 años, la justicia global cumplió un papel fundamental al retornar al exmandatario a su país de origen para que sea la justicia doméstica quien determine su responsabilidad en los graves crímenes de que se le acuse.
A su vez, el triste espectáculo de la extradición del expresidente Toledo demuestra la vacuidad de quien era el supuesto héroe de la transición democrática. Toledo llegó al poder con el apoyo de un amplio movimiento social que se levantó contra del régimen arbitrario y autoritario de Alberto Fujimori. Pero Toledo sucumbió a la tentación de la corrupción, de un sistema de prebendas en que, en la famosa frase de Alan García, “la plata llega sola”. Su legado de líder de la transición a la democracia queda sepultado; y su peor castigo será repetir el destino de su némesis político, Alberto Fujimori.
El legado de Toledo es una oportunidad perdida para fortalecer la democracia y erigir sistemas que ayuden no solo a investigar, procesar y sancionar a la corrupción, sino a prevenirla en primer lugar. La persistencia de la gran corrupción, y la colusión de supuestos líderes democráticos en ella, ha contribuido a la degradación de la política y a la agonía actual en que sobrevive el país. ¿Cuánta corrupción aguantará la precaria democracia peruana?