La familia del expresidente Pedro Castillo ya está en la embajada de México, allí donde él quiso ir luego de su delirante intento de golpe. El presidente de Colombia Gustavo Petro sale al ruedo con una declaración en la que habla de otro golpe, más bien de derechas. Alberto Fernández, el mandatario argentino, de momento enmudece, acaso arrobado por el fervor mundialista.
Que Andrés Manuel López Obrador y Luis Arce, presidentes mexicano y boliviano respectivamente, levanten la bandera de la defensa del otrora mandatario no es algo inesperado. Venían haciéndolo contra el viento de su ineficacia y a pesar de la enorme marea de corrupción que lo envolvía. Pero sí es más extraño que desde Bogotá y Buenos Aires vengan esas señales.
No solo porque Petro se había manifestado en contra de toda ruptura institucional y Fernández incluso había llamado a la presidente Dina Boluarte. También porque al plegarse a la plataforma empujada por AMLO están creando una división, una rugosidad impropia, un hipo innecesario en la nueva ola progresista latinoamericana que, se supone, sería más clara frente a estos temas.
El argumento central es que “las élites no lo dejaban gobernar”, algo imposible de rebatir. Pero atrincherarse en eso es ver con un solo anteojo. ¿Cómo puede ignorar un intento de golpe un mandatario argentino, desde esas tierras donde ha habido tan sangrientas asonadas? ¿Por qué el consensual Petro ignora la corrupción de Castillo, ese factor que ahonda el abismo social? No hay derecho a borrar eso del mapa. Y precisamente no lo hay porque la corrupción de cualquier calaña no le roba solo al Estado, les roba sobre todo a los más pobres, a los que no pueden ni asilarse. Las élites latinoamericanas, tan distantes e insensibles, posiblemente no harán esa ecuación; quizás solo sumen todo lo que abone en dirección de no mover el statu quo.
Pero alguien que quiere voltear la historia de un continente tan herido, con tanta violencia (esa debería ser la demanda principal de los vecinos: que cesen las balas), no puede achicar los ojos frente al desparpajo con que Castillo prometía y no cumplía, o a la fuga de impresentables. Que parte del progresismo regional se compre el discurso de que no había otra salida es penoso.
Además crea diferencias en un momento vital. El Chile de Boric ha reconocido a Boluarte (lo que no quiere decir que apruebe todo lo que hace), mientras Lula –esa suerte de Pope de la política progresista continental– ha dicho que la destitución de Castillo se dio dentro de márgenes constitucionales. Y ha llamado al “diálogo, la tolerancia y la convivencia democrática”.
No es con intentos de golpe, copiados de la derecha más ramplona, o con violencia desatada como Latinoamérica puede ver una luz. Menos con represión desatada. Si algo quieren hacer estos gobiernos que supuestamente representan el cambio, es alejar las ganas de patear el tablero, poner toda su acción en reducir las brechas sociales y huir de la corrupción como de la peste.