Tiene razón Carmen Mc Evoy al comparar la descomposición política e institucional de los últimos cinco años con los primeros compases de nuestra vida republicana. Poco después de la batalla de Ayacucho, el país se sumió en un torbellino de inestabilidad donde predominaron los caudillos militares. Durante años, estos aventureros del poder se sucedieron en la presidencia con una rapidez acelerada por las revoluciones internas y las guerras exteriores.
A diferencia de esos años, ya no se accede al poder por el camino de las armas y la asonada. Desde la caída de Alberto Fujimori, los presidentes fueron elegidos en comicios abiertos y libres, o se sucedieron respetando el orden establecido por la Constitución. Salvo el breve paréntesis del gobierno de facto de Manuel Merino de Lama, el Perú ha vivido el mayor período democrático de su historia.
Esto no quiere decir que los gobiernos hayan sido perfectos. Hemos tenido gestiones deficientes o francamente mediocres que, encima, se han visto manchadas sin excepción por la corrupción rampante del caso Lava Jato. La democracia no garantiza que los gobiernos malos lleguen, pero sí que se pueda salir civilizadamente de los malos.
Como los tiempos de los caudillos militares, nuestra clase política lleva cinco años dedicada a la mutua destrucción. En lugar del sable o el fusil, el arma que emplea es el abuso del derecho. Los métodos pueden parecer distintos —más civilizados, incluso—, pero la consecuencia es la misma: una alta rotación de presidentes frágiles, la urgencia de priorizar la supervivencia en lugar de la gestión y la incapacidad de instalar un proyecto nacional mínimo.
El fenómeno de los caudillos militares no fue exclusivo del Perú. Recorrió todo el continente y una de las primeras personas que lo estudió fue el arielista peruano Francisco García Calderón en Las democracias latinas de América. Es un libro que casi no se lee en la actualidad por su alabanza a los más sangrientos dictadores continentales como solución a la anarquía caudillista y porque sus tesis se alimentan de un racismo inaceptable y sonrojante.
Como es obvio, la alternativa a la dinámica que vive nuestro país no es un dictador que ponga orden a sangre y fuego, papel que en su momento le correspondió a Ramón Castilla. Todo lo contrario. La respuesta sería más bien una figura que reúna las virtudes que han faltado a los caudillos democráticos y que en el agónico gobierno de Pedro Castillo parecen haber desaparecido por completo: un sólido compromiso con la democracia, una foja de servicios limpia, un discurso concertador, una actitud reformista y un conocimiento de la historia y las leyes nacionales, que compongan un liderazgo férreo, construido con la fuerza del argumento y la preparación. Una figura que parta de la centralidad política y nos salve de la polarización.