Improvisación. Idas y venidas. Contradicciones. Enmendaduras de plana entre integrantes de una misma agrupación política. Los electores escuchamos propuestas que cambian constantemente; que se van lanzando sobre la marcha. No sabemos a quién creer y dudamos que incluso se vaya a cumplir aquello que se promete. En el “mejor” de los casos, son anuncios con ánimo político y sin visión técnica. En otros, son engaños abiertos —o los sentimos como tales, que para efectos prácticos es lo mismo—.
Si bien la pandemia es el marco fundamental para comprender estas elecciones, la polarización que estamos viviendo se viene gestando desde mucho atrás. En este contexto de crisis económica y sanitaria, con unas redes sociales que añaden toxicidad y zozobra, vemos amistades rotas, familias divididas, colegas acusándose de vendidos unos a otros, ataques hacia y desde los medios de comunicación. Un daño al tejido social y a la confianza interpersonal que no se recuperará en el corto plazo.
Lograr una mayor cohesión social implica avanzar en una agenda ineludible: concluir un proceso de descentralización que sigue trunco; mejorar la eficiencia en el uso del canon; avanzar en una profunda reforma fiscal; implementar en el Estado un verdadero servicio civil centrado en el ciudadano; aumentar la protección social… Estas reformas no requieren cambiar el modelo económico, pero sí demandan el fortalecimiento institucional y la mejora urgente de la gestión pública para que más y mejores servicios lleguen a la población.
Sabemos que el grueso de las instituciones —públicas y privadas— están desprestigiadas. Pero, a la ausencia de una estructura organizacional sólida, se suma ahora la pérdida del valor de la palabra. Qué mayor demostración de nuestra precariedad institucional que los dos candidatos firmen públicamente la “Proclama ciudadana”. En cualquier sistema político medianamente funcional, este documento con doce compromisos de respeto a la institucionalidad, la democracia y los derechos humanos sería una obviedad.
En el debate de esta noche, Pedro Castillo y Keiko Fujimori tienen el deber de dar respuestas claras a la ciudadanía. Y de hacerse responsables de sus dichos. El primero debe transparentar su relación con el condenado Vladimir Cerrón, garantizar que respetará la propiedad privada, los contratos firmados, el orden legal, los derechos de las minorías, la libertad de expresión. La segunda debe explicar por qué la destrucción sistemática de la institucionalidad democrática que lideró en 2016 no se repetirá, aclarar que las esterilizaciones forzadas no fueron “planificación familiar”, esclarecer qué rol tendrían en su eventual gobierno cuestionables personajes del pasado fujimorista.
La palabra sin valor llega vacía. Su autor no asume compromisos y su interlocutor no le otorga su confianza. ¿Qué motivación fiscalizadora puede tener quien da por hecho que sus autoridades no cumplirán sus promesas? Bien sabemos adónde nos lleva esa desidia cívica. Y si algo requerimos hoy es una ciudadanía vigilante y comprometida.
Necesitamos recuperar el valor de la palabra. No la del maestro o la de la política; la palabra del peruano, sin distinción.