Derecho, Ambiente y Recursos Naturales (DAR)
Esta semana ha iniciado en Dubai la cumbre climática de la ONU, la 28º Conferencia de las Partes sobre cambio climático (COP), que reúne a 198 países para debatir los avances y acciones conjuntas para la lucha contra el cambio climático y la adaptación a sus efectos.
Entre los temas centrales en este espacio se encuentran el balance de los países sobre la acción climática (Global Stocktake en inglés); el avance en la creación de un fondo para pérdidas y daños -aprobado en la COP 27- en el que los países desarrollados tendrían que aportar dinero para ayudar a los países en desarrollo a hacer frente a las pérdidas irrevocables causadas por el cambio climático, para lo cual se plantea acelerar la transición hacia el abandono de los combustibles fósiles; la transformación de los acuerdos de financiación climática, entre otros.
¿Y el Perú? A nivel internacional, nuestro país se comprometió a reducir el 40% de sus emisiones de gases de efecto invernadero hacia el 2030. Esta meta requeriría abordar las causas de estas emisiones, originadas principalmente en nuestro país por el cambio de uso del suelo, vinculado a la deforestación (solo el 2020, el Perú perdió más de 200 mil hectáreas de bosque, siendo la tasa más alta de los últimos 20 años). Además, se encuentra en proceso de aterrizar las metas del Convenio de Diversidad Biológica.
¿Acaso existen políticas públicas que, desde su diseño, tomen en cuenta estos compromisos? ¿acaso nuestras autoridades priorizan las acciones para la lucha contra el cambio climático? Si hacemos un balance de las políticas priorizadas por la mayoría de sectores y el Legislativo, podemos ver que el cumplimiento de las metas climáticas se convierte en algo accesorio y meramente decorativo, solo visible cuando hay eventos como la COP.
Esta incoherencia política se advierte desde el Legislativo en múltiples aristas: con proyectos de ley que pretenden modificar la Ley Forestal para promover deforestación; que promueven la minería ilegal y la extracción de combustibles fósiles sobre territorios indígenas y áreas naturales protegidas, sin priorizar la gestión y protección de la biodiversidad; que impulsan carreteras en Amazonía que no cuenta con estudios técnicos ni consulta previa, y que lejos de cerrar brechas, abrirían o profundizarían otras por los riesgos de seguridad territorial por invasión o incremento de actividades ilegales, con lamentables consecuencias para los defensores de derechos humanos. Esta semana, por ejemplo, se registró el asesinato del líder indígena kichwa Quinto Inuma, defensor de derechos humanos que había denunciado la deforestación en su comunidad (Santa Rosillo de Yanayacu) por taladores ilegales.
Estas incongruencias son también respaldadas desde el Ejecutivo, que no prioriza la aplicación efectiva de mecanismos de protección, como la titulación de las comunidades nativas; y respalda proyectos de ley del Congreso vinculados a carreteras en Amazonía sin consulta previa ni estudios técnicos. Este Ejecutivo promueve una aparente inversión pero no prioriza la supervisión, fiscalización ambiental y forestal: pese a que se ha presentado la propuesta del presupuesto público más grande de la historia para el 2024, este se reduciría para sectores claves como el SERFOR y OEFA, en comparación con el 2023.
Estas incoherencias en las políticas públicas traen consigo afectaciones climáticas y a los derechos de las poblaciones. Por ello, la agenda climática en la Amazonía requiere abordar puntos como la inclusión de una medida de mitigación para la reducción de la deforestación por la expansión de la infraestructura en la Amazonía entre las metas NDC (metas climáticas); la articulación de dichas metas con las del Convenio de Diversidad Biológica, en beneficio de los sistemas alimentarios de los pueblos indígenas; el resguardo de las áreas naturales protegidas del Perú, que almacenan el 23% del stock de carbono del bosque amazónico y son vitales en la lucha contra el cambio climático; implementar salvaguardas que protejan los derechos indígenas en los mercados de carbono; una transición hacia energía limpia, justa y comunitaria, con políticas energéticas con altos estándares socioambientales; y un financiamiento climático con enfoque de derechos.
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