No hay que ser Lavoisier para descubrir que el terrorismo no muere sino que se transforma. Según mi memoria, es un zombi que genera cadenas recurrentes de espanto y opera en distintos niveles de intensidad.
En mi sur, el sesentero y castrista MIR, que postulaba la vía armada durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, activó a terroristas variopintos que iniciaron acciones tras la elección de Salvador Allende. Unos asesinaron al comandante en jefe del Ejército y al edecán naval del presidente. Otros asesinaron a quien fuera ministro del Interior de Frei.
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Aquello inició una cadena de empates terroríficos que contaminó al Estado. Durante la dictadura del general Pinochet, la terrorista Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) generó una dinámica de violencia vengadora, con paramilitares que incubaron terroristas. Estos sobrepasaron la frontera de la transición democrática y, a inicios del gobierno de Patricio Aylwin, asesinaron a un connotado senador pinochetista.
Tres décadas después, en 2019, los terroristas zombis añadieron un nuevo eslabón. Se adelantaron a Halloween y nos brindaron un 18 de Octubre de espanto. Fueron noticia a nivel global con la destrucción de la red del Metro, batallas campales, incendio de museos, hoteles e iglesias y desabastecimiento por pillaje.
Así pasamos de un Estado de Excepcionalismo Ingenuo a un Estado de Excepción Constitucional.
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El terrorismo en democracia suele desplazar el diálogo y levantar la exigencia pendular de “mano dura”. Esto aproblema a los gobernantes que quisieran una “mano justa”, pero temen que resulte una “mano equivalente”. Al parecer, desconfían de la profesionalidad de su fuerza legítima y/o creen que todos los terroristas son iguales.
Si se asume que solo Dios es ontológicamente inmutable, la verdad del medio es que esos gobernantes no priorizan el tema porque ignoran el gran consejo de Maquiavelo: “si se prevén los peligros se conjuran enseguida, pero cuando se desconocen y se dejan crecer, ya no tienen posible remedio”. Los casos están frescos. Anteayer, el gobierno peruano de Fernando Belaunde definió a los senderistas como “abigeos”. Ayer, el gobierno chileno de Sebastián Piñera prefirió hablar de “guerra contra un enemigo poderoso”. Hoy, el gobierno de su sucesor, Gabriel Boric, opta por aludir a la “violencia rural”.
Son eufemismos tácticos que facilitan el desarrollo estratégico del terrorismo zombi. Cuando la porfiada evidencia obliga a sincerarse ya es demasiado tarde.
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Si el histórico Maquiavelo se ignora, las advertencias de coyuntura sirven menos. Un ministro de Michelle Bachelet dijo, en 2017, en instancia judicial, que en Chile había terrorismo y nadie lo infló. El mismo año, el académico peruano Ricardo Escudero hizo un análisis pormenorizado en un medio electrónico. Tras consignar que en La Araucanía se quemaba a personas en su propia casa y todos los días había acciones violentas contra iglesias, empresas forestales, unidades de transporte, bloqueos de carreteras y enfrentamientos armados… concluyó: “si hasta ahora en Chile no se dan cuenta, se lo decimos con mucha autoridad desde el Perú, que no se trata de violencia rural, sino de terrorismo”.
"Data en mano, la autoridad debe entender que el terrorismo en democracia nunca será eliminado con la sola actividad policial”. Foto: Edward Andrade
Las preguntas son de cajón: ¿por qué soslayan esa realidad muchos políticos conservadores? ¿Por qué desde la izquierda caviar la explican con la “violencia estructural” y citas de Marx?
Desestimo las fugas hacia la teoría, pues me suenan a coartadas. Percibo, más bien, un pragmatismo variopinto del tipo “el enemigo de mi enemigo puede ser mi amigo”. También me gusta la respuesta sectorial que dio Georges Sorel, en 1908, en sus Reflexiones sobre la violencia. A juicio de este filósofo francés, la violencia retórica de sus parlamentarios socialistas limitaba con la violencia proletaria real, “que podría llevar a la aniquilación las instituciones de las cuales viven”. Es decir, condenar terroristas los dejaba mal con la ideología y apoyarlos implicaba perder la chamba.
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Lo que esos pragmáticos ignoran es que el terrorismo zombi hoy no resiste análisis. El colapso de sus referentes ideológicos, el fracaso de la economía planificada y la valoración social de la fuerza legítima del Estado son una coyuntura malísima. Suele transformarlos en pretorianos del narcotráfico, vanguardia de antisistémicos identitarios, vengadores autodestructivos de víctimas pretéritas… o todas esas opciones.
Por añadidura, los terroristas zombis lucen ajenos al interés de los pueblos que imaginan representar y deben explicar sus convocatorias sin contenidos propositivos. Contra todo. De ahí que les acomoden las democracias calamitosas. Ante gobiernos sin reacción, con desbordes del Estado de derecho, delincuencia rampante y corrupción ecuménica, demasiados ciudadanos llegan a valorar los “estallidos” y, sin querer queriendo, abren espacios al terrorismo y después a las dictaduras. Parafraseando a los senderistas peruanos, asumen que “salvo mi seguridad, todo es ilusión”.
Lo dicho nos lleva al sabio Perogrullo: la eficiencia contra el terrorismo exige democracias fuertes, una política de Estado expresada en una normativa clara y una estrategia aplicada en forma oportuna. Esto implica entender, como cuestión de principio, que el éxito beneficia a la nación en su conjunto. No hay antiterrorismo exitoso con una oposición cómplice.
Esa política debe asumir que lo técnico-policial, con un sector de inteligencia competente, es factor sine que non. Permite procesar la información interna y externa disponible, de la manera más objetiva posible, para producir un conocimiento fiable de las organizaciones que amenazan, sus contextos, conflictos internos, aliados externos y contactos sociales. Sobre esa base, la autoridad estará en condiciones de distinguir quiénes son funcionales a un diálogo, quiénes son irreductibles y qué temas son negociables.
Pero eso no basta. Data en mano, la autoridad debe entender que el terrorismo en democracia nunca será eliminado con la sola actividad policial ni con la intervención in extremis de las Fuerzas Armadas. La razón es simple: no es un fenómeno social gratuito, sino el síntoma de que algo marcha mal en las instituciones del Estado, en la actividad de los políticos y, por ende, en la democracia misma.
Esto significa que una política antiterrorista de Estado no debe ser una excusa para retardar los cambios profundos que la sociedad exige y que el establishment político se esmera en soslayar.