Tres recuerdos del este europeo
“ELECCIONES” EN LEIPZIG. El reciente referéndum dispuesto por Vladimir Putin en las regiones ocupadas de Ucrania, por cierto abrumadoramente favorable a la anexión, me trajo un recuerdo afín de la ex República Democrática Alemana (RDA).
Era un día de elecciones generales o, más bien, de ratificación de los jerarcas en el poder, pues no había otra opción. El voto era obligatorio, no recuerdo si por ley o de facto, pues lo que importaba al PSUA -sigla en español del Partido Socialista Unificado de Alemania- era el ausentismo. Sus jefes partían de la base de que no votar era votar en contra… y eso no era bueno para la estabilidad funcionaria. Además, era fácilmente verificable por “los colectivos”.
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Para mayor facilidad de los sufragantes, el personal de la Universidad de Leipzig, donde yo trabajaba, votaba en la propia sede. Controladores o “apoderados” del evento eran los académicos con la insignia del partido. Estos verificaban, lista en mano, quiénes no habían concurrido y uno de ellos me invitó a presenciar cómo funcionaba la cosa. En eso estábamos, cuando me confidenció, preocupado, que el muy prestigiado académico XX se había declarado enfermo para no votar. Al parecer, ignoraba que podía perder la chamba pues ya tenía fama de crítico. Y, como ese controlador era un buenazo, decidió ir a buscarlo a domicilio, a riesgo de que lo acusaran de abandonar la vigilancia.
Aquello me quedó grabado en el disco duro por dos motivos. Uno, por la importancia burocrática que se asignaba a que los presuntos electores, en cualquier sector, no bajaran del 97% del padrón. El otro, porque el gesto de ese controlador evidenciaba una relación de amistad con uno de los escasos académicos de pensamiento libre. Raro en un sistema donde la amistad era menoscabada como “amiguismo”, pues podía contaminar a quienes se relacionaran con disidentes o interferir en la relación jerárquica del PSUA.
Tres recuerdos del este Europeo. Foto: difusión
VIVIR EN EL SOCIALISMO. A propósito de lo crispado que hoy está mi país, uno de mis lectores a tiempo parcial (obviamente joven y revolucionario) me dijo en modo reproche: “usted, profe, no podría vivir en una sociedad socialista”.
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Me pareció divertido, pues él no sabía que la experiencia estaba hecha. Le conté que, según cómputo de mi jurídica cónyuge, vivimos tres años y un día en la RDA, país que fuera “vitrina” del socialismo real. Germánicamente estructurado, razonablemente abastecido, policialmente segurísimo y periodísticamente desinformado. Por ello, pude replicarle que, de poder vivir ahí, la verdad es que pude. Solo tuve que saber callar, escribir sin pretensiones de publicar, aprovisionarme de libros en el mercado clandestino, ver televisión occidental a hurtadillas, renunciar al turismo y ponerme a resguardo de “los colectivos”.
Agrego que hace algunos años fuimos con mi cónyuge a ver el notable filme alemán La vida de los otros, con epicentro en la opresiva realidad de los artistas e intelectuales de la RDA. Una joya del cine político, pero imposible de comprender a cabalidad por quienes no conocieron ese país que ya no existe. Terminada la función, ambos acordamos que había un error en su título: la película debió llamarse La vida de nosotros.
FUGA PROSAICA. Curiosamente, me costó años entender que, técnicamente hablando, nuestra salida de la RDA fue una fuga. Comenzó a fraguar ante la imposibilidad de atravesar el muro para obtener pasaporte chileno en Berlín Occidental y siguió con la prohibición de viajar fuera del país. Era incómodo para los anfitriones del PSUA que los exiliados tuviéramos más derechos que sus connacionales.
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De ahí surgió una estrategia matrimonial que contemplaba nuestro hermetismo total, la ayuda milagrosa de Juan Vargas Quintanilla, diplomático peruano; la valentía de Hans Betzhold, cónsul chileno en Berlín Occidental y el apoyo de amigos europeos, uno de ellos Artur London, autor de La Confesión y víctima emblemática del estalinismo. La parte táctica se reducía a nuestro cuero duro con cara de palo, para asumir que la Stasi nos vigilaba y que los dirigentes compatriotas nos harían la vida más difícil todavía.
Muchos años después, en un aniversario de la caída del muro de Berlín, escribí un artículo para la revista Caretas bajo el título Memorias de un prófugo. Ahí conté el tema con más detalle y con su final exitoso: matrimonio de exiliados con hijita nacida en Leipzig recorre Europa antes de recalar en el Perú.
Me mantuve atento a la segura ironía sureña… que no tardó en llegar. Uno de mis viejos amigos caviar me la planteó en buena onda: “No te compro tu fuga”, me dijo. Para él, fugarse implicaba esconderse, viajar en la maletera de un vehículo, correr por un campo minado y esquivar algún balazo.
Me divirtió responderle parafraseando a Groucho Marx: “Esa fue mi fuga y si no te gusta tengo otra”. Le conté, entonces, que una mañana de 1977 decidí ir al consulado chileno en Berlín Occidental para sacar pasaporte. Atravesé el muro por el checkpoint Charlie y los guardias me saludaron cordiales. Aproveché para cotizar precios de vuelos a Lima en diversas aerolíneas y pagué con marcos de la RDA que había ahorrado en una institución financiera. De vuelta en Leipzig le dije a un dirigente político que me iba de la RDA y se puso muy triste. No obstante, me organizó una fraternal cena de despedida en la universidad.
Mi amigo terminó entendiendo que también había fugas de terciopelo. “No me sigas columpiando”, farfulló.