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Cultural

A 84 años del nacimiento de Luis Hernández, el poeta al lado del cielo

Recordamos al bate peruano más auténtico, y tan mal leído, en un genial recital en el Instituto Nacional de Cultura en 1976. Sus poemas son atesorados por lectores de distintas generaciones. Es uno de los escritores peruanos más leídos en la actualidad.

Icónico. Hernández decidió abandonar el circuito literario limeño para empezar a escribir versos con plumones Faber-Castell en cientos de cuadernos que regalaba a amigos. Foto: Archivo Universo Luis Hernández / editorial Pesopluma.
Icónico. Hernández decidió abandonar el circuito literario limeño para empezar a escribir versos con plumones Faber-Castell en cientos de cuadernos que regalaba a amigos. Foto: Archivo Universo Luis Hernández / editorial Pesopluma.

Vestido de blanco parecía un arcángel o, más bien, el director de una orquesta. Tenía un rictus misterioso y huidizo. La sonrisa escondida de siempre. Era 1976, el local del Instituto Nacional de Cultura en el centro de Lima estaba abarrotado de gente, Luis Hernández Camarero daría un inusitado recital de poesía, solo había puesto unas condiciones: “La primera es que le pueda decir su vida a los militares. La segunda es que esa noche la disposición de la sala la daré yo. La tercera es que, si me da la gana, recito calato”.

Hernández entró a la sala, ubicada en el jirón Áncash, empuñando Vox Horrísona, la tesis de Nicolás Yerovi que reunía toda su obra desperdiga. Nunca supo el alcance que tendría su voz, el mito del artista excéntrico, del científico empírico, del doctor de Jesús María que también era poeta porque juró por Apolo, dios griego de la medicina y la poesía, no tolerar jamás el dolor ajeno. Pero cómo sufriste, Lucho; un dolor que nadie entendió.

Aunque corta, su vida fue realmente intensa, pues sabía que “una forma de vivir, es vivir sin detenerse”. Su poética logró consolidar aficiones tan distintas como complementarias: la belleza del arte, la perfección de la ciencia y el ritmo de la música.

Chica legendaria. El gran amor de Lucho fue Betty Adler, a quien llamaba cariñosamente “frazadita”. Foto: Archivo Universo Luis Hernández / editorial Pesopluma.

El poeta saludó a su público, amigos y primeros hernandianos, seducidos por sus versos. Entonces, inició la lectura. Moviendo las manos, los brazos, como si estuviera ante una orquesta de música clásica, aunque cada gesto se convertía verso en su voz. Pero no todo era solemnidad en aquellas patillas gruesas, Lucho dejaba, entre verso y verso, una risa: “Ah, este (poema) es bellísimo, mejor otro día lo leo”.

Luego de publicar tres breves poemarios, Orilla (1961), Charlie Melnick (1962) y Las Constelaciones (1965), Hernández decidió abandonar el circuito literario limeño para empezar a escribir versos con plumones Faber-Castell en cientos de cuadernos que regalaba a amigos, conocidos y gente que encontraba en las calles. Esa fue la gran obra de Lucho: su propia vida. Entregó a Lima su corazón herido, su poesía tierna y visceral, su humor y amor al mar, su soledad y melancolía. Estos cuadernillos han sido rescatados por la editorial Pesopluma y hoy deben entenderse como objetos de arte, cajas de resonancia de una voz pendular en la literatura peruana que abarca las artes plásticas, la música y la poesía.

Aquella noche memorable en el centro de la ciudad, Lucho leyó poemas como este:
“Hoy das al mar antiguo / De Agua Dulce / El único relato / Enlazas tu corazón / A nadie y tu recuerdo / Me permite la dicha / Tan silencioso soy / Que si yo hablara / Llenaría de luz / La nube el día / Los bares brillantes / Al borde de la mar”. Tras hora y media hora de versos y risas, Lucho dejó el micrófono de improviso y salió de la sala. El auditorio enmudeció.

En su pecho coexistía Shelley Álvarez, el solitario poeta de Una impecable soledad, quien sin temblar afirmaba: “Mi primer amor fue la música. Mi segundo amor fue el amor a la música. Mi tercer amor fue hmano”. Allí también estaban sus alter ego Billy the Kid y Gran-Jefe-Un-Lado-Del-Cielo. Pero, en el fondo, descansaba el niño curioso que leía desmesuradamente, quien dirigía y actuaba en obras de teatro, y le gustaba hacer salidas efectistas como en el cierre de su recital.

Tras la presentación, Lucho empeoró en el consumo de estimulantes. Estaba intratable con su familia y tuvo que ser internado, según consigna el libro biográfico Música de las esferas, de Rafael Romero. La “chica legendaria”, Betty Adler, intentaba protegerlo, alejarlo de las malas amistades. Lucho, como tantos genios, era errático; tenía días de extrema felicidad y otros de tristeza extrema. No se reconocía y se fue perdiendo en el tumulto de su psique.

La primera semana de abril de 1977, el poeta partió a la Argentina junto a Max, su hermano mayor, para ser atendido en la reconocida clínica García Badaracco. Nunca más regresó a ciudad natal. “Hoy el agüita salada no es de la mar, es de tanto querer de tanto llorar”, le dijo Adler a Lucho días antes en Agua Dulce.

El bate más auténtico del Perú habría cumplido 84 años el pasado jueves 18, pero ¡qué mal te hemos leído a Lucho! No comprendimos tu dolor, tu pasión, como tantas veces no nos entendemos entre iguales. Los habitantes de la tierra están tristes, pero el mar, la cerveza, la coca-cola y los atardeceres nos llevan a un verso de Lucho.

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