La mujer tiene su asiento tres filas atrás y viene con su mancha. Llegan cuando la película ya ha comenzado, después de los tráilers de películas por estrenar, de los comerciales y de los anuncios de seguridad. En resumen, muy tarde. Aún de pie, increpa a sus amigos diciéndoles que no le dejaron las entradas afuera. Lo escuché clarito porque por alguna razón acústica, la escucho más a ella que a los personajes de la película, que siguen hablando desde el écran pero ya no sé de qué. Mete chongo mientras se va acomodando. Pasa las canchitas mientras sigue hablando con sus patas. Tres filas delante de ella no escuchamos nada, salvo su voz y algunos volteamos a mirarla para que se dé cuenta. No se da cuenta. Varios hacemos SHHH al unísono, pero ella se la agarra con uno, un señor. Qué me callas, oye. ¿Acaso estoy hablando fuerte? Porque ahora sí estoy hablando fuerte (va subiendo cada vez más su volumen). Se queda varias frases más haciéndole matoneo verbal al señor –uno de los– que hizo shhh. Los demás callamos asustados. Bah, no sé si asustados, pero nadie quiso decirle que era una falta de respeto a los otros casi doscientos espectadores que queríamos ver la película y que su respuesta era violenta. Bueno, quizás quisimos decirle pero nadie se atrevió por miedo a que el escándalo creciera y que la pelea escalara hasta ponerse física. Llámame cobarde o pacifista, como quieras. Me quedo un rato pensando mientras los personajes de la película siguen en lo suyo. No, me quedo un rato deseando asustada que se calle y que nada más pase. Me pregunto no por qué no le importamos sino por qué nos odia tanto. Pienso que deberíamos tener algo en común si vinimos a ver la misma película, pero concluyo que no tenemos nada en común salvo que compartimos el mismo espacio, ella sometiendo y nosotros sometidos. Ya la película va por la mitad y los buenos van perdiendo.