El informante: El niño y el toro, por Ricardo Uceda
El Tribunal Constitucional discute hoy la tolerancia a la tauromaquia y la gallística. Están excluidas de los efectos de la ley de protección animal. Dos sectores en pugna. ¿Por qué prohibirlo a menores?
En El niño y el toro, una película de 1956 cuyo guion escribió clandestinamente Dalton Trumbo (estaba en la lista negra de los anticomunistas de Hollywood), el pequeño Leonardo viaja a Ciudad de México para impedir la muerte de Gitano, un astado al que vio nacer y crecer en el campo. Iba a ser lidiado en la Plaza Monumental. La tarde de la corrida logra que el Presidente de la República le escriba a la autoridad taurina pidiéndole que no combata. Pero el niño llega tarde con la carta, cuando Gitano ya está en la arena viéndoselas contra un afamado matador. Embiste con tanta voluntad y nobleza que finalmente es indultado, una medida excepcional en la tauromaquia. Hay un final hollywoodense: el niño salta al redondel para sobresalto de los aficionados, el toro lo reconoce, acepta su abrazo, ambos se van juntos por la puerta de toriles ante el aplauso de los tendidos.
Aunque la historia muestra a un niño atormentado por la inminente muerte de Gitano, no es una película animalitaria. Leonardo no sufre por cualquier toro, sino por el suyo. Tampoco es antitaurina porque la vida del animal, para contento de la platea, se salva por un indulto, acto enmarcado en las minuciosas reglas de la lidia. Sin embargo, está presente la natural congoja que causa la muerte violenta de un animal. ¿Cómo así centenares de miles de taurófilos al mismo tiempo que dicen amar a los toros disfrutan viendo su sacrificio luego de una danza mortal? Es algo incomprensible para un sector social, que desea prohibirlo.
Los cinco mil
Generalmente la tauromaquia es algo celebrado por quienes mamaron el toreo desde niños –influidos por sus ancestros o sus comunidades– o se zambulleron en su mundo cuando ya eran adultos. Se consideran parte de una tradición cultural y artística, mientras que sus adversarios los ven como gente que se divierte con la violencia hacia los animales. La discusión ha llegado al Tribunal Constitucional y se verá hoy martes. Una ponencia del magistrado Carlos Ramos plantea permitir la tauromaquia, así como las peleas de gallos y las de toros, solo en lugares donde existe como costumbre cultural, estableciendo una especie de policía cultural para impedir que se propague a otras regiones. Los niños no podrían verlas. Se supone –una premisa discutible– que la experiencia que vivió Leonardo influiría negativamente en su desarrollo humano.
Cualquier ángulo de la discusión es apasionante y controversial. El origen del debate es una demanda del 2018, suscrita por más de cinco mil ciudadanos, quienes consideran inconstitucional que estos espectáculos estén exceptuados de los alcances de la ley de protección animal por su condición de actividades culturales. Naturaleza que ellos niegan con vehemencia.
La respuesta
Los firmantes sostienen que un entretenimiento que permite la violencia contra los animales degrada a la persona, incapacitándola para sentir empatía, compasión y justicia hacia otro ser vivo. Además, afectaría la psique, la moral y la tranquilidad de quienes no participan en los encierros: aunque no los presencian, se enteran por las noticias. Así, la demanda pretende defender la dignidad humana –la de los taurófilos, se entiende– y el derecho a vivir en paz de los no aficionados. Ambos principios son amparados por la Constitución. Otra objeción es que la ley de protección animal habría sido aprobada irregularmente por el Congreso. Y, por otra parte, el ministerio competente nunca calificó como culturales a los espectáculos cuestionados. En el Perú hay doscientas plazas de toros, la mayoría en la sierra (*).
El Congreso, como demandado –por haber dado la ley–, respondió que el carácter cultural de la tauromaquia y la gallística ya fue definido por el Tribunal Constitucional en una sentencia del 2010. Se practican desde hace quinientos años, en una mixtura entre lo español y lo indígena, lo criollo y lo andino, lo cristiano y lo pagano. Habría una actitud egocéntrica de los discordantes, quienes quisieran vulnerar los derechos culturales de una minoría porque no concuerdan con su forma de vivir. Permitirlo, dice, atentaría contra su dignidad humana, de la que derivan otros derechos fundamentales.
La ponencia
Según Carlos Ramos, la ley estuvo conforme con la Constitución y el Congreso, al aprobarla, cumplió con los procedimientos requeridos. En la ponencia mostró los resultados de su búsqueda histórico-jurisprudencial sobre la dignidad humana, la responsabilidad de las personas con los animales, la cultura y sus límites, el derecho a vivir en paz, y, desde luego, la constitucionalidad de la tauromaquia y la gallística. La erudita exploración concluye afirmando que no es posible establecer jurídicamente que estos espectáculos bajo análisis degraden a su audiencia.
En cuanto a los animales, sostiene que aunque en el derecho no existe un consenso sobre su estatus, ni tratados internacionales, ni legislaciones precisas para todas las especies, la civilización contemporánea considera éticamente inaceptable someterlos a sufrimientos innecesarios. La Constitución peruana protege la biodiversidad, lo cual es algo. Pero hay muchos motivos legítimos para usar a los animales como medios, siendo la alimentación humana uno de ellos. Otra es la tradición cultural. A partir de aquí Ramos se pone en el medio para plantear una permisión acotada, sujeta a evaluación cada veinte años.
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Es llamativo que un texto de 75 páginas proponga en pocos párrafos restringir el acceso de los niños a las corridas de toros, sin otra sustentación que lo que opina un comité de asuntos infantiles de la ONU. ¿Qué estudio serio lo justifica? ¿Por qué, si se reconoce una tradición cultural legítima, los padres no pueden transmitirla a sus hijos?