Cada vez se requiere más dinero para hacer política y campañas electorales. Los mayores costos residen en la inversión en medios de comunicación, sobre todo, en televisión. Pero no existe datos confiables de cuánto ha costado, por ejemplo, la campaña electoral del 2011. Son millones de dólares que no solo ingresan furtivamente a las arcas de los partidos, sino que hay toda una economía formal e informal que espera estas fechas para hacer su agosto en las elecciones de abril. Por otro lado, lo que recaudan nuestros partidos cuando no hay campaña electoral, es escaso. Los militantes no entregan las cuotas a sus partidos, que antes era su principal soporte económico, así como un vínculo especial de adhesión y sentimiento de pertenencia. Hoy los ingresos se reducen casi a los aportes de los parlamentarios, que disminuyen conforme el transfuguismo crece, así como la renuencia de algunos de ellos, de seguir solventando a sus partidos. Lo que reciben los partidos en campaña electoral de manera gratuita es el acceso a los medios de comunicación a través de la llamada franja electoral televisiva, cuyo costo pagado por el Estado, en las elecciones del 2011, fue de alrededor de diez millones de dólares. Lo que deben de recibir los partidos por ley es financiamiento público directo, que asciende a cuatro millones de dólares por año, para todos los partidos. Sin embargo, desde el 2007 los gobiernos de los presidentes Alan García y Ollanta Humala no han cumplido con otorgarlo. Prefieren incumplir la ley dejando a los partidos desamparados, que enfrentarse con manifestaciones de rechazo ciudadano. Costos altos e ingresos bajos son las direcciones opuestas en las que se mueven las aguas del dinero, en un contexto de partidos políticos escasamente organizados y adhesiones efímeras. Esto abre un amplio espacio para la influyente participación de quienes ostentan el dinero, que pueden tener origen lícito o ilícito. En el primer caso puede tratarse de personas o empresas que quieren financiar una o varias candidaturas para que defiendan sus intereses o esperar una compensación, una vez alcanzado el cargo. En otros casos, quienes tienen importantes recursos económicos, colocan el dinero por delante para ser candidatos. La otra fuente, no menos importante y con la misma dinámica que la anterior, es el dinero proveniente de fuente ilícita. Así, al carecer de dinero, los partidos son altamente vulnerables a estos dos tipos de fuentes del financiamiento, por donde discurre una vía informal de solventar campañas electorales. La situación es más crítica en un sistema con voto preferencial, como el peruano. Si la caja del financiamiento de las candidaturas presidenciales lo maneja el candidato o alguna persona de su confianza, en lo que respecta a las candidaturas parlamentarias, se multiplica por ciento treinta. El tesorero del partido, generalmente no está en el comité de campaña presidencial y es ajeno a todo lo que corresponde a las candidaturas parlamentarias. Lo que hace, en el mejor de los casos, es malabares para cuadrar cuentas que los candidatos le envían, en la mayoría de casos, de manera incompleta. Cuando las cuentas llegan a la ONPE, las inconsistencias y ausencias de la documentación que sustentan los gastos de campaña son cuantiosas. Sin embargo, el órgano electoral carece de los instrumentos legales para sancionar las diversas formas de violaciones de la ley, así como hacer efectiva estas sanciones. Esto se repetirá en las próximas elecciones si no se entiende que los partidos necesitan costear encarecidas campañas, que el voto preferencial hace imposible un control eficaz y que el financiamiento público, ajustando y haciendo efectiva las sanciones, es fundamental para el mejor uso y control del dinero en la política.