Por: Daniel Parodi (*),Los últimos dos años y medio me recuerdan los años noventa, cuando adelantábamos la cinta de un vídeo a gran velocidad para llegar a la parte en la que nos habíamos quedado. Es casi inútil intentar un resumen de la seguidilla de acontecimientos precipitándose unos contra otros y regalándole infinitos titulares a los medios de prensa. Pero hoy me siento más tranquilo. Hace un tiempo definí la disyuntiva peruana para la segunda vuelta electoral de 2016, como un evento que marcaría absolutamente al Perú del siglo XXI: o se consolidaba una cultura de la corrupción, del roba pero hace obra y del clientelismo populista; o, en su defecto, se salvaba el ideal republicano, pero apenas más que eso, pues difícilmente veíamos al expresidente Kuczynski como un estadista que fortaleciese las instituciones del Estado. Más bien, era un hombre del neoliberalismo económico, pero, en todo caso, dentro de los cauces democráticos. Un elemento notable en aquellos tiempos es que los peruanos estábamos divididos, y, la opción clientelar, directa o indirectamente, era apoyada por la mayoría; lo que no debe entenderse como un respaldo a la corrupción, pero si interpretarse como una visión de la política relacionada con la mayor o menor asistencia directa que se pudiese recibir del Estado. Para eso los Fujimori y Castañeda eran especialistas, y daba la impresión que, en general, el país se regía en esos términos. Pero sucedió algo así como un milagro de opinión pública, o la mutación de una multitud en otra distinta, como diría George Rudé, cuando súbitamente el Perú volcó su apoyo al proyecto político institucionalista del Presidente Martín Vizcarra, potenciado por la acción del equipo anticorrupción de la fiscalía. ¿Se puede cambiar de mentalidad así tan pronto? El 2016 el Perú era mayoritariamente clientelista -súmenle los votos de César Acuña a la ecuación- pero de acuerdo con el último referéndum de diciembre podríamos decir que casi el 90% apoya una propuesta que -preocupada por la anemia y la desnutrición- entiende que el desarrollo del país pasa por no perder 10.000 millones de soles al año en coimas de la corrupción y eso implica fortalecer a los poderes del Estado. Y esa semana termina con un esquema que podría marcar algo tan exagerado como el inicio de una fase de consolidación republicana del Perú, cuando nos faltan dos años para celebrar el Bicentenario de nuestra Independencia, que proclamara José de San Martín en Lima, el 28 de julio de 1821. En efecto los poderes del Estado se han alineado, el Poder Ejecutivo ya no tiene al enemigo en la Fiscalía de la Nación, sino a la Dra. Zoraida Ávalos, la única aparentemente sin vínculos con los cuellos blancos del puerto, raro galardón en una entidad en la que ningún magistrado debiera ser objeto de investigaciones por corrupción. Pero diferenciemos el inicio de la realidad. Podremos iniciar un periodo histórico regido por valores cívicos republicanos, la consolidación de las instituciones y políticas de Estado de largo plazo que apunten al desarrollo, sólo si consolidamos esa amplia mayoría que hoy respalda el proceso de reformas. Los peruanos nos ganamos la vida trabajando, entonces no tendríamos por qué apoyar perse la corrupción, si no se entiende como una actitud de displacer y resignación frente a una clase política que se pensaba que no podía cambiar. Pero la cultura política clientelista y patrimonial sigue allí, la corrupción transversal también, sabe Dios cuantas coimas se habrán pagado con dinero de todos, mientras se escribían estas líneas. Apenas estamos en el partidor. Perseverancia y mucha vigilancia ciudadana hacen falta para inaugurar, el 2021, la República Peruana del siglo XXI. (*) Historiador. Docente en Universidad de Lima y PUCP.