Lo que estamos comprobando es que una mayoría de peruanos –aquellos que aplauden en las calles a José Domingo Pérez o Gustavo Gorriti, y podemos incluir al propio Presidente Vizcarra– estaban hartos, enfermos incluso, de tener que respirar esa miasma cada día.,En el Perú estamos asistiendo a un proceso social cuyas consecuencias no podemos calibrar todavía, debido a su grado de complejidad. Lo evidente es que hay una transformación en marcha. Todas las sociedades evolucionan, pero hay periodos en los cuales dicho cambio se acelera e intensifica. Este parece ser uno de ellos. Lo más relevante parece ser el renovado ímpetu de la lucha contra la corrupción. Gracias a la información procedente de Brasil, por un lado, y a las escuchas de la mafia de los Cuellos Blancos en el Callao, por el otro, vemos cómo se desmorona un sistema de apoderamiento de las instituciones por parte de grupos corruptos. Esto incluye desde las cúpulas de partidos políticos como Fuerza Popular y el Apra, hasta magistrados, empresarios, periodistas y todos los personajes que vemos desfilar por los tribunales. Incluso ingresando a la cárcel con prisión preventiva. Sin olvidar la fuga desesperada de Alan García, quien, como ha dicho elocuentemente Gustavo Gorriti en la entrevista que le hiciera Maritza Espinoza en Domingo de La República, “confesó con sus pies”. Pero el dato que me interesa recalcar es el genuino hartazgo de la ciudadanía con respecto a la corrupción. Habituados a ver con frustración los actos cotidianos de micro corrupción (coimas y tolerancia hacia las mismas, por citar el más usual), habíamos terminado por pensar que los peruanos llevaban la corrupción casi en sus genes. O mejor dicho, que por estrategias de supervivencia adaptativa no les quedaba otro remedio que practicarla o hacer la vista gorda. Lo que estamos viendo, sin embargo, contradice esa hipótesis. O por lo menos la complejiza. Un síntoma egosintónico es aquel que es vivido sin cuestionarlo. Así son las cosas, punto. En cambio uno egodistónico es aquel que produce conflicto en nuestro fuero interno. Lo que estamos comprobando es que una mayoría de peruanos –aquellos que aplauden en las calles a José Domingo Pérez o Gustavo Gorriti, y podemos incluir al propio Presidente Vizcarra– estaban hartos, enfermos incluso, de tener que respirar esa miasma cada día. Vislumbrar la posibilidad de sacar a los responsables de esa putrefacción y construir una sociedad más civilizada y justa, era un anhelo que parecía inalcanzable hace pocos meses. Hoy parece un sueño posible. Descubrimos que la mayoría de la gente se resignaba porque no veían la posibilidad de que, con un poder Judicial manejado por gente como Chávarry o Hinostroza, en alianza con políticos como los hoy investigados, el cambio fuera posible. Por eso en las encuestas de Proética, año tras año la tolerancia a la corrupción era muy elevada. Tengo la impresión de que eso está cambiando. Los peruanos son los mismos. Lo que está mutando es la esperanza. Una sociedad no va a crecer solo combatiendo la corrupción, claro está. Pero sentar las bases para hacer las reformas indispensables en un entorno más sano, es un paso formidable.