La trampa es transversal a nuestro tejido social, lo penetra por la porosidad de nuestra precaria ciudadanía.,Si Lava Jato reveló la corrupción de algunos de los empresarios de las familias más prominentes de la Lima tradicional, Lava Juez involucra, más bien, a una serie de los llamados emprendedores. Es decir, a peruanos provincianos que, a pesar del centralismo capitalino y la ventaja de partida de la aristocracia, lograron escapar de su pobreza, hacer mucho dinero e imponerse como actores protagónicos de la vida nacional. Ajustar cuentas de esa naturaleza es extraordinario, pero, como todo, también tiene un lado siniestro. A los “emergentes” tal vez no les interesa ir al Club Nacional o formar parte de la Confiep, pero algunos de ellos resultaron siendo tan corruptos y poderosos como aquellos a los que querían emular: los empresarios que nacieron en cuna de oro y que, desde los orígenes de la república, coimean a granel porque así es la nuez. Ambos escándalos de corrupción demuestran que la compleja sociedad peruana, para bien y para mal, está más democratizada y menos desigual. La trampa es transversal a nuestro tejido social, lo penetra por la porosidad de nuestra precaria ciudadanía: una piedra pómez de valores e intereses individuales en fricción permanente. Mucho cuidado con proyectar los prejuicios racistas al advertir que los Camayo, los Mendoza y los Oviedo han salido de abajo y que, como son “genuinamente cholos y provincianos”, para amasar su patrimonio fueron más proclives, no solo a la informalidad sino también al delito. Eso no es correcto, pues compitieron con las mismas reglas y las mismas instituciones. De hacerlo, le seguiríamos el juego a Joaquín Ramírez cuando dijo que se le investiga porque era provinciano y no pertenecía a la “gentita limeña”. El Perú ya es otro, pero la ley sigue siendo solo una sugerencia.