Hermoso. Cincuenta mil compatriotas cantando, gritando, viviendo el himno de todos.,Hermoso. Cincuenta mil compatriotas cantando, gritando, viviendo el himno de todos. Los veía, como hacían esfuerzos para no llorar. El veterano de atrás, se limpiaba las lágrimas con cuidado, se agarraba el pecho, le decía a su esposa una frase cariñosa en inglés. El muchacho que estaba al costado, aquel que me invitó una cerveza, me abrazó en el gol del Orejas, se quebró, me hizo comprender lo frágil y veloz que es el concepto de felicidad. Su novia estadounidense me hablaba y yo fingía entender porque me conmovía verla con la blanquirroja, intentando seguir las barras, creyéndose tan peruana. Diego y Cristina, mis sobrinos gringos, jamás se deben haber sentido más peruanos que esa noche en el Hard Rock Stadium. Imposible no quebrarse al ver a las mujeres que viajaron a sacrificarse por los suyos, a cambiar costumbres, a sollozar en el baño, a pensar la patria desde lejos, a soñar con volver. Tendría que tener agua en las venas para no emocionarme con los hombres orgullosos de su camiseta bandera , los que volaron solos para que sus hijos puedan tener una mejor vida, la que ellos no pudieron elegir para sí mismos. Me rompí cuando un joven trataba con mucho amor que su retoño norteamericano pronuncie bien cada palabra desde el somos libres. Las benditas estampas que regala la pelota. Cuando el país está grave, con la tristeza del fracaso de sus líderes e instituciones, a miles de kilómetros,en una cancha ajena, un viejo rito consigue que estemos unidos, abrazados, en busca del mismo objetivo. Somos uno por noventa minutos. Y eso es gracias a ese juego llamado fútbol. Que dure para siempre.