El lunes pasado reflexionaba sobre Luis Bedoya y el apoyo del PPC a Haya de la Torre para que resultase electo presidente de la constituyente del 78. El marco de aquella coyuntura implicó la confrontación de paradigmas: el APRA y el PPC defendían la democracia; en cambio, las agrupaciones de izquierda como FOCEP, FRENATRACA, UDP y PSR preconizaban el socialismo. Dentro de este marco se produjeron las alianzas necesarias para redactar el texto constitucional. Los demócratas eran más y por eso influyeron más en la producción de la Carta Magna, sin negar el aporte de la izquierda marxista que fue la que más impulsó, por ejemplo, la dación del voto al analfabeto. Como hemos visto, la partidocracia del tardío siglo XX se rigió por grandes paradigmas ideológicos de manera que Roberto Ramírez del Villar y Mario Polar representaban la derecha liberal, Javier Ortiz de Zevallos a la conservadora, Víctor Raúl Haya y Luis Alberto Sánchez el aprismo doctrinal, mientras que Carlos Malpica, Genaro Ledesma y Manuel Scorza las diversas corrientes marxistas. Nada de eso sucede hoy. El consenso no es posible y no lo será desde que un sistema judicial, más o menos empoderado, se ha animado finalmente a vendarle los ojos a su diosa y encarcelar, allanar y procesar cualquier atisbo de corrupción que se cruce por su camino, locales de Fuerza Popular incluidos. El problema es que en el Perú los atisbos tratan de la honestidad, cuando, más bien, el dolo es lo que prevalece. Es por eso que aquí no hay diálogo posible, ¡qué equivocado estaba PPK! Nuestro escenario no es más el de partidos que representan ideologías que deben consensuar lo mejor para el país. De lo que se trata es de una guerra política en la que el lado sano de la sociedad enfrenta al infectado y viceversa. Esta conflagración la comenzamos a librar el 5 de abril de 1992, pero entonces solo la visualizó largoplacistamente Vladimiro Montesinos. Los demás la entendimos a medias, en la lucha contra la dictadura y su velo de corrupción, y la creímos finalizada en victoria cuando Alberto Fujimori capituló por fax, desde Japón, tras un espectacular escape. Por desgracia, la década milenio fue boyante para el mundo, para América Latina, pero principalmente para Odebrecht con lo que “nuestros corruptos”, toda vez que cada quien tiene el suyo y lo defiende, encontraron la oportunidad perfecta para reempoderarse. Y resulta que el fujimorismo seguía allí, herido pero no muerto, manteniendo intacto su control sobre redes clientelares forjadas del descarado patrimonialismo y el frenético asistencialismo que difuminó durante su década autoritaria. Lo peor: en plenas facultades para volver a darle expresión política a un Perú, a veces informal, a veces delictivo, y a veces ambas cosas. De allí que la gran paradoja peruana, aquella que no se resolverá con la permanencia o no de PPK al frente del Ejecutivo, es que el Perú infectado está políticamente organizado, mientras que el Perú sano no lo está, al menos todavía no. La guerra, entonces, la venimos perdiendo. Entiéndase el problema así: aquí no se trata de alcanzar consensos, al finalizar la guerra solo un contendiente quedará en pie y quien lo haga moldeará a su gusto el Perú del siglo XXI. Mientras tanto, la supuesta incapacidad moral del presidente, o ex presidente, Kuczynski es bien discutible. Lo central es que el país ha devenido ingobernable debido a la corrupción y la deshonestidad, y esto es lo único permanente en el Perú contemporáneo, por desgracia. (*) Historiador