Una madre espera la cabeza de su hijo asesinado en masacre carcelaria de Ecuador
“Nadie se merece una muerte así, nadie se merece una muerte tan salvaje. (…) Ni siquiera puedo llorarlo y velarlo”, expresó Marlene Palma. Su hijo cumplía una condena de tres años por robo.
Las dantescas imágenes que circulan sobre la matanza del martes en una cárcel de Guayaquil dejan espeluznantes testimonios como el de Marlene Palma, una madre que este viernes esperaba junto a una morgue municipal la restitución de la cabeza de su hijo.
“Yo ya entré. Lo que pasa es que no encuentran la cabeza para entregarme el cuerpo, porque lo decapitaron y lo quemaron. Entonces estoy esperando el cuerpo. Ya entré y ya me ayudaron”, contó a Efe esta mujer del sur de Guayaquil, con un sorprendente tono sereno que contrasta con la dramática situación que vivió su hijo en prisión.
Palma asegura que los facultativos y psicólogos la “han tratado bien” y que de la reyerta ocurrida el martes en la Prisión del Litoral, donde murieron 118 reos, se enteró por uno de los tantos y escalofriantes videos que han circulado por internet de cabezas decapitadas.
“Solo en este Ecuador (ocurren) estas cosas, porque en otros países no veo que existan”, afirma la progenitora mientras deambula por las afueras de la morgue, lugar de peregrinaje para cientos de personas que aún buscan a sus seres queridos de aquella masacre.
Aunque este último pico de la crisis ha superado todos los límites y ha llevado al Gobierno a declarar el estado de excepción, la mujer pronostica que “esto no va a cambiar nunca” y que las autoridades “tienen que actuar más: meterse militares armados, hacer requisas, porque esto no va a acabar”.
La del martes fue la peor matanza registrada en una cárcel ecuatoriana, que tuvo como precedentes otros ajustes de cuentas en febrero con unos 80 reos fallecidos, y en julio una tercera que se cobró más de veinte vidas.
Las denuncias contra el Estado por no poder mantener el orden en las prisiones, controladas por bandas vinculadas al narcotráfico, se suceden porque muchas de las víctimas no estaban aparentemente vinculadas a la reyerta y habrían sido carne de cañón de las bandas.
A su hijo, dice esta mujer de unos 70 años, “lo mataron en la segunda (ola), el martes de madrugada (sic, en realidad el ‘miércoles de madrugada’)”. Estaba en el fatídico pabellón 5, donde se encontraron la mayoría de los cuerpos.
Esa misma noche, durante los primeros enfrentamientos, cuenta Marlene, su hijo había llamado a su mujer para decirle: “Estoy bien, mami, estoy escondido. Dile a mi mami que estoy bien, que se esté tranquila. Estoy herido porque tiraron granadas, pero leve”.
Pero, agrega, “ya de ahí me avisaron al siguiente día que estaba muerto y que le habían decapitado. Le metieron unos balazos, pa pa pa. Ya muerto le tiraban balazos”.
A la mañana siguiente comenzaron a circular los vídeos, tomados por los mismos presos, y uno de ellos llegó a una hija de Marlene: “Después mi hija me llamó y me dijo que mi hijo estaba mal”.
El hijo, de 30 años y cuyo nombre no reveló, cumplía una condena de tres años por robo. “Era su primer delito”, afirma, y ya había cumplido dos años.
El resto es parte de la tragedia de todos los familiares que deambulan por la ciudad en busca de los cuerpos de sus seres queridos, pero que en el caso de Marlene cobra un macabro desenlace por las circunstancias del caso.
“Yo tengo que esperar a que encuentren la cabeza”, lamenta la mujer, que rompe a llorar al ser interpelada por Efe y alcanza a decir que “es la peor noticia” que pudo haber recibido en su vida.
“Nadie se merece una muerte así, nadie se merece una muerte tan salvaje”, afirma la guayaquileña antes de clamar contra el Estado por su ineficacia en una crisis que dura ya tres años y nadie parece tener la solución para resolverla.
Recuerda además el origen humilde de la mayoría de los presos, que no tienen ni “para la caja (ataúd)” y se ven obligados a hacer colectas entre la familia más amplia para comprarlo y “darle cristiana sepultura”.
“Ni siquiera tengo la dicha de llevar a mi hijo a llorarlo y velarlo. ¿Por qué? Porque una vive atemorizada, uno no sabe si las mafias están detrás de una”, concluye desconsolada.