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“La izquierda latinoamericana adjudicó las protestas a la nefasta influencia del neoliberalismo y del racismo que ataca al primer presidente indígena del continente”

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No se desanimó Daniel Ortega al perder las elecciones presidenciales en Nicaragua el año 2001; fue candidato en el 2006, con guiños al Partido Liberal, antiguo enemigo, y a la Iglesia Católica, aún más enconada opositora. Obtuvo la presidencia en el 2007. Dos años antes de culminar su período, en el 2009, sus partidarios que engrosaban el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema declararon inconstitucional que se prohíba la reelección sucesiva. Con el camino despejado, Ortega candidatea y vuelve a ganar en el 2011. El 2014 se reformó la Constitución eliminando la prohibición a la reelección indefinida.

En el año 2016 Daniel Ortega, esta vez con su señora esposa en la vicepresidencia, se presenta a las elecciones y obtiene la presidencia, o mejor dicho, no la suelta. Se acallan las voces de fraude, de los picones de siempre. Esos perdedores que instigaron las movilizaciones ciudadanas contra su gobierno que, entre abril y mayo del 2018, provocaron 109 muertos, 1.400 heridos y casi 700 detenidos, según el informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes elaborado por encargo de la OEA y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El gobierno nicaragüense acusó a paramilitares y sicarios al servicio del imperialismo de esas muertes y desmanes.

Hugo Chávez fue elegido presidente de Venezuela en 1998 y reelegido en el 2000, luego de aprobarse una nueva Constitución en 1999. La oposición, siguiendo órdenes de un poderoso país del norte, quería echarlo. Hubo un referéndum en el 2004 para ver si se quedaba. Los venezolanos votaron porque se quedara. Don Hugo fue reelegido el 2006 y nuevamente el 2012; un cuarto período que sólo su muerte truncó. Su vicepresidente Nicolás Maduro lo sucedió en el 2013; ninguneó el triunfo de la oposición en la Asamblea del 2015 y, abucheado con los gritos de fraude de los perdedores, se reeligió el 2018.

En junio del 2019, Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, informó sobre Venezuela describiendo la penosa situación económica y social del país, atribuida por el régimen a una agresión imperialista que limita importaciones de medicinas y alimentos. La Comisionada también registró casos de represión policial y política: entre enero y mayo de 2019, el gobierno de Maduro notificó 1.569 muertes violentas por “resistencia a la autoridad” que podrían constituir ejecuciones extrajudiciales, sugiere la Misión Bachelet. En octubre de este año, Venezuela fue elegida para integrar el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

En febrero del 2016, Evo Morales preguntó a su pueblo si podía reelegirse; tenía tres períodos consecutivos en la presidencia, desde el 2006. Perdió en un referéndum. Pero en el 2017, el Tribunal Constitucional dictaminó que prohibirle la reelección atentaba contra sus derechos humanos y autorizó su candidatura. En las elecciones del 20 de octubre, el conteo rápido fue detenido cuando el margen entre Morales y su competidor Carlos Mesa se estrechaba. Con inusitada velocidad, Evo fue proclamado vencedor en la primera vuelta. Al grito de fraude, para variar, los opositores armaron la revuelta. La izquierda latinoamericana, demostrando su profundo conocimiento sobre la conciencia ciudadana de los bolivianos, adjudicó las protestas a nefasta influencia del neoliberalismo y del racismo que ataca al primer presidente indígena del continente. Tras varios días de caos, las Fuerzas Armadas lo invitaron a renunciar. El hermano Evo tomó su avión y se fue; la violencia y el fundamentalismo religioso encontraron la puerta abierta.