Domingo

Una región en llamas

De Ecuador a Chile. De Bolivia a Colombia. El 2019, el fuego de un descontento que no se veía hacía mucho encendió buena parte del territorio latinoamericano. Distintas en su singularidad, las protestas tuvieron un sentimiento común: el hartazgo con la clase política gobernante.

“Chile es un oasis en medio de una región convulsionada”.

La idea detrás de la recordada frase que dijo Sebastián Piñera antes de que el conflicto en su país estallara –la idea de que todo está bien, de que no hay nubes negras en el horizonte– puede que también se le haya pasado por la cabeza a otros presidentes latinoamericanos en algún momento del año.

Quizás Lenín Moreno sintió que en Ecuador todo estaba bien antes de ordenar la eliminación del subsidio a los combustibles. O quizás Evo Morales pensó que el horizonte estaba despejado en Bolivia antes de tratar de imponer al caballazo su tercera reelección.

Lo cierto es que ni Piñera ni Moreno ni Morales ni Iván Duque en Colombia se esperaban lo que ocurrió este año en sus países. Una ola de descontento que volcó a cientos de miles –y en el caso de Chile, a millones– de ciudadanos a las calles, en manifestaciones que terminaron en episodios de violencia y muertos y que, en algunos casos, dieron inicio a cambios profundos en sus gobiernos.

A despecho de quienes veían la mano del chavismo detrás de las revueltas, cada proceso tuvo sus propias causas y características. Sin embargo, hubo entre esos hombres, mujeres y jóvenes movilizados un sentimiento en común: el hartazgo con su clase gobernante. Y el reclamo de un cambio.

En Chile, el disparador fueron las evasiones que los estudiantes de los liceos, los cabros de 15, 16 años, protagonizaron, a mediados de octubre, en las estaciones del Metro de Santiago en protesta por el alza del pasaje. A partir de ahí, el conflicto fue escalando. El Metro cerró sus puertas y los manifestantes la emprendieron contra los edificios públicos y locales comerciales. El Gobierno respondió con violencia y detenciones, lo que exacerbó más los ánimos.

Con el correr de los días, el asunto del pasaje de metro quedó relegado frente a problemas más profundos que aparecieron en la agenda: el alto costo de vida, los bajos sueldos, la desigualdad en servicios como la salud y la educación y un rechazo institucionalizado a la clase política que había gobernado el país durante 20 años.

El viernes 25 de octubre, la plaza Baquedano y alrededores fueron el escenario de “la marcha más grande de todas”. Más de 1.2 millones de personas exigieron a gritos el fin de las políticas neoliberales en el país y la salida de Piñera y los suyos.

El presidente de Chile trató de reducir el descontento con sucesivas concesiones. Primero, pidió perdón por no haber reconocido los problemas que aquejan a su sociedad. Luego, cambió a casi todo su gabinete y anunció medidas para mejorar los salarios, las pensiones y la salud de los chilenos.

Finalmente, a mediados de noviembre, acordó con el Congreso convocar a un referéndum nacional, en abril del 2020, para definir si se redactará una nueva Constitución, una de las principales demandas de los movimientos sociales. Este anuncio ayudó a rebajar las tensiones y le dio al Gobierno un respiro hasta el próximo año.

GOLPE Y CACEROLAZOS

En Bolivia había también demandas económicas, pero no fueron ellas las que desencadenaron el conflicto. Fue la pretensión de Evo Morales de reelegirse por tercera vez, forzando un triunfo en primera vuelta pese a que los observadores electorales, incluyendo a la OEA, denunciaron irregularidades en el conteo de los votos.

Luego de que el Tribunal Supremo Electoral diera a Morales como ganador por un ajustado margen, sus partidarios y los de su más cercano rival, Carlos Mesa, salieron a las calles a defender sus intereses. Dirigentes regionales, como el santacrucino Luis Fernando Camacho, azuzaron la violencia.

El 10 de noviembre, la OEA recomendó que se realizaran nuevas elecciones. Morales aceptó, pero Camacho y otros líderes radicales exigieron su renuncia. El mandatario no parecía dispuesto a ceder, hasta que el jefe del Ejército le “recomendó” públicamente que dejara el cargo. Muchos sostienen que en ese momento se consumó un golpe de Estado.

Morales renunció, lo siguieron su gabinete y la presidenta del Senado. Dos días después, la segunda vicepresidenta de este poder del Estado, Jeanine Áñez, una abogada conservadora y racista, asumió como presidenta del país.

Cuando la situación se calmaba en Bolivia, empezó la convulsión en Colombia, con el paro nacional del 21 de noviembre, convocado por sindicatos y estudiantes en rechazo a una serie de normas de carácter económico y laboral dadas por el Gobierno de Iván Duque.

Los colombianos salieron a protestar, además, contra los asesinatos cometidos contra líderes sociales y por la falta de voluntad de Duque en cumplir los acuerdos de paz con los exguerrilleros de las FARC.

Se trató de un momento histórico. Hacía varias décadas que los colombianos no salían a manifestarse de forma tan masiva. El último gran paro nacional había ocurrido en 1977. Esa misma noche, los manifestantes volvieron a salir, esta vez con cacerolas, para reanudar sus gritos de protesta. Lo continuaron haciendo en los días siguientes.

El lunes 9 de diciembre, miles de personas tomaron las calles de Bogotá en un multitudinario concierto que buscaba mantener la presión sobre el Gobierno. Duque, mientras tanto, juega al desgaste de la protesta. El conflicto, por ahora, parece lejos de encontrar su final.

OPINIÓN

“No fue un fenómeno solo de esta región”

Farid Kahhat

Internacionalista

De acuerdo a estudiosos del tema, el 2019 ha sido el año en el que se ha movilizado más gente por protestas en el mundo que en cualquier año precedente. No es un fenómeno estrictamente latinoamericano. Y, aunque no hay una causa clara, hay variables que influyen: 1) la economía mundial se está desacelerando, con lo cual no hay recursos para atender las demandas sociales; 2) la desigualdad es probablemente la más alta de la que se tenga registro; y 3) el fenómeno de las redes sociales, que facilita la movilización allí donde no hay organización, pero, a su vez, hace que las movilizaciones tiendan a carecer de liderazgos claros y agendas compartidas, con lo que no queda claro con quiénes hay que negociar para resolver las protestas.

Sería un error comparar lo que sucedió en América Latina con la llamada “Primavera Árabe”, porque en ella las movilizaciones fueron para acabar con regímenes autoritarios. En América Latina no se puede decir que eso ocurrió en ningún caso. Las protestas fueron dentro de regímenes democráticos.

El caso de Chile es interesante porque supuestamente era el ejemplo de éxito que se presentaba desde posiciones entre liberales y conservadoras. Resulta que la gente no estaba tan contenta con este modelo. El caso de Bolivia es diferente porque allá, más allá de las demandas económicas, las protestas empezaron por los abusos de poder de Evo Morales, sobre todo su intento de reelegirse por cuarta vez.

El caso de Colombia es más parecido a Chile, aunque se trata de un país donde no había habido movilizaciones de este tipo en el pasado. Y eso, entre otras razones, porque hay una violencia muy fuerte contra los líderes sociales. Colombia es el país donde más líderes sociales son asesinados cada año en el mundo. Y eso afectó, sobre todo, a la izquierda, que también fue perjudicada por su asociación a la violencia de las FARC. La izquierda fue, hasta hace unos años, una fuerza política relativamente menor en ese país. Una de las paradojas es que el acuerdo con las FARC parece haber cambiado esa situación. Y ahora han surgido nuevas fuerzas políticas desde la izquierda proclives a promover las protestas.