Arequipa. Tenía 23 años el día que le tomaron juramento. Levantó la mano derecha frente al crucifijo y posó la izquierda en la tapa de la Biblia. Lo hizo “para acabar con esa maldita corrupción”. Era la joven abogada Crhiss Díaz Montoya, consejera de la provincia de Camaná, elegida con más de siete mil votos en 2018.
Elmer Cáceres Llica, el flamante gobernador mistiano, recibió aquel juramento como sentencia. Hoy Cáceres está en la cárcel. Afronta graves cargos de corrupción evidenciados por la joven legisladora.
En esas elecciones del mal menor, Cáceres Llica ganó con el cuento gastado que él era “un hombre de pueblo”. Vestía el mismo liquiliqui de Evo Morales, hablaba en quechua, prometía expulsar y cobrar impuestos a las mineras. Discurso populista que embaucó a cientos de miles de arequipeños.
Sin embargo, Cáceres tenía un escenario de ingobernabilidad: había roto palitos con su vicepresidente Walter Gutiérrez y enfrentaría a un consejo regional hostil, de los 14 integrantes, solo cuatro eran de su partido. Franqueó ese muro fiscalizador con sobornos, entrega de terrenos, puestos de trabajo y autorización para cobrar diezmos a las empresas constructoras. A Díaz Montoya, le ofrecieron dos terrenos de medio millón de dólares para blindar al cuestionado gerente de Autodema, Marcelo Córdova, quien cínicamente le aseguraba: “Crhiss, no te preocupes, esto no es corrupción”.
Córdova era amigo de Cáceres y financista de su campaña política, un personaje que no tenía currículum sino prontuariado, acumulaba acusaciones de violencia familiar, nepotismo, pedidos de coimas, etc. El entorno del gobernador más o menos iba con ese perfil.
Díaz grabó los ofrecimientos de Córdova y entregó las pruebas al Ministerio Público. Sin embargo, la investigación no avanzaba. Se necesitaba más evidencias. Entonces, voluntariamente, la consejera de Camaná se ofreció de agente especial, una figura permitida por el código procesal penal (artículo 314). Se infiltraría en el vientre de esa mafia. Adoptaría el nombre de Samanta Miranda Tijeros, en honor a su abuela.
Conversamos por llamada a través de Zoom. Vive fuera de Arequipa luego de poner al descubierto a Cáceres y su red que operó en el Gobierno Regional de Arequipa (GRA). Ocupa un pequeño departamento asignado por la Unidad de Asistencia a Víctimas y Testigos Protegidos (Udavit). La acompaña su madre. Ella es el soporte emocional. Ambas son un equipo hace 22 años, desde que dejaron la casa familiar en Huacapuy para vivir solas en el Cercado de Camaná. Crhiss tenía cuatro años de edad cuando sus padres se separaron.
La ex agente especial recorre su memoria y se ve devorando los pintalabios con sabor a fruta. Travesuras de niña que soportaban estoicamente quienes dirigían el centro donde su madre aprendía el oficio de la cosmetología. En los buenos y malos recuerdos está ella, precisa. Por eso, a veces, se angustia cuando sale a alguna calle de esta extraña ciudad donde viven, demora y no contesta el teléfono. Teme que le pase algo.
No se lo perdonaría. Por eso reclama a la Policía y Ministerio Público que le garanticen la seguridad que le prometieron al inicio de la investigación para toda su familia. A veces, percibe que su esfuerzo no es valorado. “El 80% del expediente son evidencias que yo aporté”, me dice.
La charla virtual tiene picos de emoción. Se quiebra en un momento, se pregunta y repregunta: ¿valió la pena esto? Se sobrepone a ese estado de debilidad y reacciona: “¡claro qué valió la pena!, lo hice por el Perú y por Arequipa, para que los corruptos no sigan robando”, añade reprimiendo el llanto.
Hubo falta de empatía. Por ejemplo, el día de las capturas, 23 de octubre de 2021, no le avisaron. Su participación como agente era secreta, no la sabía ni su madre. “Ese viernes, me hicieron trabajar hasta las once de la noche en la ubicación del domicilio de uno de los detenidos”, recuerda.
Se acostó tarde y despertó con cientos de mensajes de WhattsApp. Eran sus colegas que le preguntaban si la habían intervenido. “No tienes derecho a exponernos de esta manera”, le reclamaba su madre cuando ella intentaba justificar por qué se había convertido en agente especial. Lloraba y entre lágrimas hemorragias nasales y pedidos de perdón. Perdón, perdón, perdón. “Me he cansado de pedir perdón”, me dice.
Las emisoras radiales difundieron audios de sus conversaciones con el gobernador en donde este le explica cómo debían pedirse los diezmos a empresas constructoras. La información instantánea y sin contexto originó una idea desdibujada de su participación. Los periodistas aseguraban que era colaboradora eficaz y, para reducir una probable condena, delató a todos.
En redes y radios la insultaban. “Igual, eres una corrupta, ojalá te mueras”, le decían. No faltaron las amenazas de muerte. Tuvo que apagar el teléfono, salir de Arequipa con su madre a un punto desconocido. Vivieron a salto de mata en hoteles, mientras Udavit le conseguía un lugar. Fue una conmoción.
Recibió ayuda psicológica para curarse de esos espasmos nocturnos y dolores que la agobiaban. Sentía que le habían dado la espalda. “Hasta mis amigos sentían vergüenza de mí”. Es una esgrima contra el sistema, contra una ciudadanía permisiva a la corrupción.
Infiltrarse no es fácil. Díaz Montoya llegó como consejera de oposición. Para recabar las evidencias debía ganarse la confianza del grupo de Cáceres. Votar con ellos, que la incluyan en su grupo cerrado justamente para evitar que descubran sus delitos. Votaba levantando la mano y la cabeza gacha mientras sus colegas opositores le soltaban la mortífera interjección: qué vergüenza.
«Samanta nunca traicionó a nadie en su vida que no se lo hubiera merecido» es una frase de una película que ella tomó para su muro de Facebook. Era una manera de responder sobre la lealtad, otro valor que se le había cuestionado. ¿Se siente desleal?, le pregunto. No duda en responder. ”La lealtad es con mi país, con el Perú y con Arequipa, no con la corrupción”, finaliza.
Nunca la prepararon para ser agente. Aprendió el oficio por cuenta propia. Un celular comprado a un amigo era su arma. Cuando había reuniones importantes se lo adhería al pecho con cinta de embalaje. En el dispositivo se almacenaban cientos de grabaciones de “los negociados”. Tenía miedo a ser descubierta, a que le peguen, a que la lancen del cuarto piso del edificio del GRA.
A veces no atendía las conversaciones. Su mente iba a mil, ideando planes de escape por si la pillaban. Es autocrítica con su trabajo, a veces las grabaciones tenían un audio pésimo o las invadía la música de un parlante inoportuno. En la Policía la gritaban por ello. Dedicó dos años de su vida a esa misión. Cuando tenía pruebas llegaba a la sede policial en un skate y cubierta con una capucha.
Un día Elmer Cáceres le entregó un soborno de S/ 3.000. Un colaborador de él la llamó al despacho de gobernatura. Quería registrar el instante. No pudo. Cuando procedía a colocarse el dispositivo al cuerpo se percató que una cámara de vigilancia le apuntaba como un francotirador desde el techo. Entró desarmada. “Chrisita, por el apoyo que nos estás dando” y Cáceres le depositó un sobre manila en su morral. Ella asintió. Salió del despacho nerviosa. Se metió en el baño para abrir el sobre. Nunca vio tanta plata junta. Llamó a su agente intermediario y le dijo: “tengo algo para ti”. “Nunca me quedé con un sol” afirma.