
Todo conflicto armado es, antes que nada, una derrota de la complejidad. Cuando en las sociedades la violencia se instala en el discurso en forma de reacción a lo diverso, el debate público que configura el comportamiento político tiende a reducirse a argumentos basados en características identitarias rígidas que prometen orden “moral” a costa de borrar cualquier matiz que signifique diferencia. Se prescinde entonces de la ética para evaluar las decisiones sobre lo público para priorizar una lógica de pureza que no es más que la aversión a lo distinto. Árabe o judío, palestino o israelí, civilizado o bárbaro. Esa simplificación, más que un efecto colateral de una guerra, es uno de sus motores más eficaces. Es de esa forma que cuando la identidad sustituye al juicio político, la violencia encuentra una coartada y se justifica.
Después de la Segunda Guerra Mundial, mucho se ha escrito en cómo la reducción identitaria opera como génesis y combustible del conflicto porque transforma a los individuos en portadores de categorías. Se diluyen, de esa manera, las responsabilidades concretas y se normaliza la deshumanización. Solo bajo ese artificio manipulado, el castigo colectivo adquiere apariencia de legitimidad.
Hannah Arendt, judía y filósofa estudiosa de los totalitarismos que ocurrieron en el siglo XX, advirtió que la violencia emerge precisamente cuando la política, entendida como espacio de deliberación entre distintos, queda reemplazada por la lógica del enemigo. En ese sentido, se traspasa los eventuales excesos de la política, para anunciar su colapso.
En ese marco, ciertos hechos irrumpen para interrumpir el guion dominante. En Bondi Beach, una playa de Sídney, un ataque terrorista fue neutralizado por Ahmed Al-Ahmed, ciudadano australiano de origen árabe, quien arriesgó su vida para desarmar al agresor y salvar a otros. Resultó herido. Su acción no respondió a una causa identitaria ni a una adscripción ideológica, sino a una decisión cívica elemental en sociedades que quieren vivir civilizadamente: defender la vida, incluso la ajena.
Arendt insistió en que el núcleo de la política es la ciudadanía, el “derecho a tener derechos”, que solo existe cuando la pertenencia no cancela la humanidad. Por eso, actos como el de Al-Ahmed tienen un valor político que trasciende lo anecdótico: restituyen la responsabilidad individual en un escenario dominado por la culpa colectiva y la lógica de que “justos pagan por pecadores”.

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