
Sin proponérselo, los dos últimos presidentes del Perú representan dos actitudes, dos climas emocionales que pueden encontrarse —en los diversos sentidos de la palabra “encuentro”— entre los peruanos. La inercia de Dina Boluarte, petrificada en una suerte de personaje en permanente construcción quirúrgica, aunque sin la inquietante familiaridad del Frankenstein de Guillermo del Toro, por un lado. Salvo el bling-bling de sus costosas joyas, lo suyo fue la obediencia ciega a los designios del pacto entre algunos grupos políticos —de derecha e izquierda— que siguen gobernando, en la práctica, al país.
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José Jerí parece haber advertido el fracaso de esta postura de radiografía (“no se mueva, no respire”) y ha adoptado una modalidad que se podría describir como agitada. Su radiografía saldría borrosa, en el mejor de los casos. Porque lo suyo consiste en encarnar el estado de emergencia, como el que acaba de declarar en las fronteras del país. Poco importa que esas medidas hayan sido probadamente ineficaces para atajar la creciente violencia del sicariato, las extorsiones y las mafias de minería o tala ilegal. Lo importante es seguir en movimiento perpetuo. Ese perpetuum mobile parece estarle funcionando en términos de aprobación en las encuestas. Su opción de ir a contracorriente de su predecesora, inspirándose en la letra del vals El pirata (“Que si temo a la muerte, más que por ella misma, es por esa parálisis de la inmovilidad”), parece ser vista con beneplácito por personas desesperadas con la inacción de Boluarte.
Decía en el primer párrafo que ambas actitudes representan diferentes partes de la ciudadanía, incluida la escisión en el interior de cada persona. Todos tenemos una parte inerte y una agitada. Freud le llamaba pulsión de muerte (Tánatos) a la primera, pulsión de vida (Eros) a la segunda. Para el padre del psicoanálisis era preciso que ambas partes permanecieran en constante estado de tensión, pues la primacía tanto de Tánatos como de Eros podía ser letal. Con lo cual no estoy diciendo que Jerí nos conduzca por la senda venturosa de lo erótico, sin olvidar las resonancias de estas alusiones con su acusación sobreseída por Tomás Aladino Gálvez, de violación. En un país, es necesario subrayarlo, con cifras aterradoras de violación y embarazos adolescentes.
Hay un sector considerable sumido en el desaliento y la desesperanza. Los cincuenta muertos en ejecuciones extrajudiciales que han quedado impunes han sumido en un temor estuporoso a muchísima gente. Las recientes manifestaciones, reprimidas con fiereza, han dejado en claro que la policía tiene órdenes de hacer lo que haga falta, balas incluidas, para impedir que esas protestas remezan el control férreo ejercido por los que realmente detentan el poder. La novedad es que estas disposiciones ya no se limitan a los sectores altoandinos, sino a la propia Lima (recuerden al músico Truko). Ese sector es el que representaba Dina Boluarte.
José Jerí, cuya agitación parece haber encontrado eco en un sector de los peruanos que desea aferrarse a cualquier cosa para sobrevivir psíquicamente, actúa cada vez más como si él fuera quien gobierna. Esta apariencia de independencia del Ejecutivo ha caído bien entre quienes necesitan a alguien que los haga sentir guiados en un país cada vez más asustado. Jerí ha logrado posicionarse como esa persona y, en ese sentido psicoanalítico más que político, los representa.
Si bien esta pose es desmentida por su incapacidad de enmendarles la plana a sus patrones del Congreso, también es cierto que estos ya no tienen una alianza inquebrantable. La inminencia de las elecciones va fisurando esa alianza. López Aliaga, por ejemplo, ha tomado distancia de sus aliados de estos años. Sabe que la impopularidad del Congreso es kriptonita y no deja títere con cabeza, con perdón por el abuso de la metáfora. El problema es que las respuestas no han tardado en regresar. A este paso, las elecciones parecen que van a destruir este pacto que tan provechoso les fue. Lo cual no significa que hayan dejado de hacer daño al país. Desoyendo las advertencias del Consejo Fiscal, promulgaron una serie de medidas económicas que nos van a hacer retroceder aún más. La sombra del primer gobierno de Alan García crece y la luz declina sobre el territorio peruano, ya bastante desprotegido por las leyes en favor del crimen organizado.
Tenemos un récord de expresidentes encarcelados, que podría aumentar en el futuro próximo. Pero, como observa César Hildebrandt en su último editorial, solo llegan al Fundo Barbadillo los que representan —aquí sí políticamente— una amenaza para los poderes fácticos. Castillo y Vizcarra, en particular. Tal como ocurrió en Guatemala, se ha desatado la temporada de cacería contra cualquiera que pueda atraer un caudal de votos que merme las posibilidades de los que el malhadado pacto considera suyos.
La competencia por encarnar el lugar llamado “suyos” (en sentido gramatical, no incaico ni menos toledista) es ruda. López Aliaga ha emprendido una cruzada de promesas, desmemoria, negación e insultos a diestra y siniestra. Esta otra forma de agitación no parece ser del gusto del gran empresariado. Se advierte cierta aprehensión por la incapacidad de controlarse del exalcalde de Lima. La prisión de Vizcarra y Castillo —quienes lideraban las encuestas pese a todo— no ha resuelto el predicamento de quienes querían verlos entre rejas a cualquier precio. Estamos en una suerte de angustioso compás de espera. En esa tierra de nadie se agita Jerí.

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