
En una región donde la impunidad suele blindar a quienes ejercen el poder, la justicia peruana exhibe una capacidad singular para investigar y sancionar a sus más altas autoridades. Que el sistema que persigue el delito y administra justicia haya logrado llevar a juicio y sentenciar a casi todos los presidentes que han cometido delitos en las últimas décadas constituye, sin duda, una demostración de vigor institucional.
No obstante, ese estándar de exigencia se diluye cuando las pesquisas apuntan a los miembros del establishment que aún detentan el poder. Como han sido testigos los peruanos, los procesos se entrampan, las denuncias se archivan y la búsqueda de responsabilidades se ve neutralizada por un sistema de blindaje institucional que funciona como resguardo para quienes controlan y han cooptado diversas instituciones en el Estado.
En ese sentido, se instala una justicia asimétrica. Es decir, firme con algunos, pero indulgente con otros, como con quienes hoy manipulan la arquitectura institucional.
La conducta del actual Parlamento y de sus satélites cooptados ilustra con nitidez esta distorsión. El episodio más elocuente fue la liberación del expresidente y dictador Alberto Fujimori, producto de un indulto cuestionado que terminó siendo reactivado gracias a un Tribunal Constitucional sometido al clima político del momento, y no salvaguardando el sentido jurídico que debería priorizarse en un Estado de derecho. Con esta decisión, el Congreso y el TC no solo desconocieron estándares mínimos de justicia, sino que desacataron abiertamente el fallo de un organismo internacional; en este caso, la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
En esa línea, los congresistas que hoy gobiernan de facto el país deberían leer las sentencias contra expresidentes no como un trofeo político, sino como un espejo. Si el Estado ha sido capaz de procesar y condenar a quienes alguna vez ocuparon la cúspide del poder, con mayor razón deberá, en su debido momento, exigir cuentas a quienes desde el Parlamento manipulan procedimientos, hostigan instituciones autónomas e instrumentalizan su investidura para bloquear investigaciones que los comprometen.
La justicia peruana ha demostrado que puede ser célere y determinante. Lo que permanece pendiente es que llegue, con idéntica firmeza, a aquellos que hoy se aferran al poder para sustraerse de ella. Solo entonces podremos hablar de un sistema verdaderamente democrático, en el que la ley deje de ser un instrumento de conveniencia y se convierta, al fin, en un principio universal que se caracterice por ser sin excepciones, sin privilegios y sin silencios cómplices.

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