Me cuenta mi madre que, de muy niña, le tomó un enorme miedo a la oscuridad absoluta. Durante su infancia en Talara, en los años de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad debía desaparecer en las noches. El Perú se había declarado aliado y el campamento petrolero era un objetivo militar. Se temía un ataque aéreo nazi. Entonces, no solo se cortaba la electricidad. Ella recuerda a su madre y abuela clavando gruesas frazadas en las ventanas antes de encender una lámpara o una vela. Nadie podía darse el lujo de incumplir. Ser invisibles era una cuestión de supervivencia.
He pensado en esa imagen de ciudad invisible a raíz de las medidas que el gobierno de Dina Boluarte está tomando como anfitrión del APEC. Esta es la tercera vez que el Perú recibe la reunión, pero en ninguna de las dos anteriores los visitantes se encontraron con un ambiente tan raro. Lima, Callao y Huaral tendrán a su población trabajando desde casa, incluso días antes del evento. De lunes a miércoles, el trabajo es remoto para el sector público; jueves y viernes, feriado “recuperable”. Pero no solo eso. Toda la educación, absolutamente toda, será virtual de lunes a miércoles y sin clases jueves y viernes. ¿Por qué? Por el miedo de Dina Boluarte. Su miedo es infinitamente superior al perjuicio que causa a millones de estudiantes. Su ministro de ¿Educación? ha justificado la medida como “una oportunidad para que los padres estén más cerca de sus hijos”. Son esos momentos, tan nuestros, en que la bilis sube por la garganta de pura ira.
La pandemia nos dejó, en uno de sus legados atroces, la práctica inconstitucional de quitarnos derechos fundamentales sin causa alguna. Lo hizo Martín Vizcarra, sin arrepentirse hasta hoy de la necedad que solo causó más aglomeraciones y contagio; lo hizo Pedro Castillo el 5 de abril de 2022, cuando nos impuso un toque de queda y logró una de las más amplias manifestaciones contra su gobierno. Ahora lo repite Dina Boluarte porque no le importa ser más impopular de lo que ya es. No tiene, literalmente, nada que perder, salvo la presidencia.
¿Qué es lo que Dina no quiere que se vea? Una movilización, que hubiera sido probablemente pequeña, en protesta por la incompetencia del gobierno en manejar el tsunami de inseguridad que estamos viviendo. Una protesta que une a todos los peruanos, tal vez no en las formas, pero sí en el fondo. Nadie quiere vivir en estas horrorosas condiciones. Nadie aspira a morir baleado en la puerta de un negocio extorsionado o dentro de un ómnibus marcado por el sicariato. Y, sin embargo, ese es el día a día de Lima.
Todas las cumbres en países democráticos tienen protestas. En la mayoría de los casos, las reuniones globales atraen protestas globales. Aquí ni siquiera hay eso. El mundo entero sabe que aquí meten bala por marchar. Pero las democracias de la OCDE (esas juntas a las que aspira el Perú) no repelen la expresión libre de sus ciudadanos matándolos, mucho menos dejando a millones sin estudiar. Lo hacen con una respuesta policial acotada a la detención en caso de daños y a la aplicación de penas en un debido proceso.
A pesar de todos los esfuerzos por negar la realidad, ¿qué es lo que sí verán los ilustres visitantes? Una presidenta con el triste premio de ser la campeona mundial de la impopularidad, amarrada a un Congreso omnipotente y asustada de su propio pueblo. Una población harta de sufrir una y otra vez por la arbitrariedad del poder. Y unos poderes del Estado que desarrollan sus tareas con manifiesta incompetencia, a tal punto de no poder garantizar la vida de nadie en medio de una ola de muertes por sicariato. ¿Eso se puede esconder? No lo creo. La única esperanza de Boluarte es que en estas reuniones nadie mire al dueño de casa porque los invitados están solo interesados en hablar entre ellos.
Por otro lado, el Congreso ha decidido tomarse la semana para hacer “representación”, es decir, vacaciones pagadas. Al margen de la inamovible sinvergüencería que los caracteriza (no los conmueve ni los 22 años de condena al mochasueldo Urtecho), habría que reconocer que, para las barbaridades jurídicas que producen, mejor es que no se reúnan. Hizo bien la nueva fiscal de la Nación en jurar el cargo en ausencia de todos los titulares de otros poderes del Estado. Tiene un rosario de leyes que impugnar ante el Tribunal Constitucional y decenas de autoridades que procesar por un abanico de delitos. El Congreso ha aprobado toda la batería de normas que el populismo penal manda, pero lo único que no ha hecho es derogar la ley pro-crimen organizado, que esta semana favoreció al Clan Orellana.
Por ahora, los partidos con presencia en el Congreso van a proteger a Boluarte. La moción de vacancia de Susel Paredes no tiene firmas ni para ser presentada, y los Fujimori, los Acuña, los Cerrón y los Luna la sostendrán, dicen, hasta el 2026. No quieren que se averigüe ni siquiera lo que Dina Boluarte hacía circulando sola el 24 de febrero por los balnearios de Sarapampa. Paz y tranquilidad en Palacio, pero es evidente que no las tienen todas consigo. La palabra de las cuatro familias vale poco, como bien sabe Martín Vizcarra.
“Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder”, dice el Evangelio de San Mateo, lo cual contradice los recuerdos infantiles de mi madre. ¿Y si las medidas del gobierno causan exactamente el efecto inverso? ¿Si la ciudad invisible, harta de tanto abuso, se hace visible? Miles de emprendimientos ¿tienen que cerrar por el capricho de Boluarte estando golpeados por la extorsión? ¿Esos días no venden y la familia no come como en la pandemia? ¿Por qué distritos del sur, del este y del norte de Lima, alejados de los eventos de APEC y de lugares habituales de protesta, van a estar cerrados una semana? Cuando las normas son absolutamente irracionales, debe esperarse su incumplimiento. Cuando imponen el hambre, no esperen otra cosa que no sea la rebeldía.