Todavía no ha sido creado como cardenal, y ya está padeciendo una campaña de acoso y derribo por parte del Sodalicio y sus agentes. O sus huestes, para decir las cosas como son.
Me refiero a Carlos Castillo Mattasoglio, arzobispo de Lima y elegido por el papa Francisco para que sea elector en el siguiente cónclave. O hasta elegido, quién sabe.
Monseñor Carlos Castillo -lo ha evidenciado en sus homilías- no es de discursos aterciopelados o crípticos. No se anda en chiquitas ni le tiembla la voz a la hora de denunciar los abusos de los poderosos. No es un diplomático, o sea. En consecuencia, provoca filias o fobias. Tampoco le ha tocado, todo hay que decirlo, una diócesis fácil. Lima es una de las más grandes del mundo católico y, para colmo, recibió de su predecesor un legado envenenado, preñado de corrupción y elitismo.
Es, asimismo, un intelectual de nota y un teólogo por los cuatro costados. Tiene, además, un gusto espontáneo e insobornable por la historia del Perú. Y es, algo no menos importante, afín al pensamiento reformista del pontífice argentino Jorge Mario Bergoglio.
Como sea. En este pobre país, condenado a la desmemoria y la apatía, revuelve las tripas el callejón oscuro y las emboscadas que le van tendiendo al próximo cardenal esta panda de sedevacantistas caletas y cismáticos soterrados, que ahora se la dan de mansas palomas sin dejar de lado su fanatismo sectario y cerril, y toda su bazofia reaccionaria y casposa.
Pero vamos aterrizando con animus citandi. Los carcas del Sodalititum, que es a lo que quiero llegar, no le perdonan a Carlos Castillo no pocas cosas. La principal, que, en las páginas de El País (18/10/24), recién nombrado como uno de los nuevos 21 purpurados elegidos por el pontífice de los católicos, haya escrito que el Sodalicio “es la resurrección del fascismo en América Latina, usando arteramente (a) la Iglesia, mediante métodos sectarios”.
Que, en esta organización de fachada católica se ejercía “un control mental de personas”. Que, “si América Latina es una reserva católica sometida a mil y un intereses ajenos, entes como el Sodalicio impiden que se desarrolle un cambio en ella”. Que, “el uso de la religión para fines ajenos a la extensión de la buena noticia de Jesús es lo más destructivo para la Iglesia Católica. Por ello, he llegado a la conclusión que en el Sodalicio no hay carisma”. Que, su fundador Luis Fernando Figari “inventó un presunto carisma para proteger un proyecto político y sectario”. Que, “el Sodalicio y los otros grupos fundados por Figari no son salvables porque nacen mal (…) y ha sido una máquina destructora de personas, inventando una fe que encubre sus delitos y su ambición de dominio político y económico. No hay nada espontáneo en sus miembros. No hay libertad y sin ella no hay fe. Como experimento fallido, debería ser suprimido por la Iglesia”. Todo eso les ha dicho. Con sustento y precisión.
Y así, de pé a pá, el pastor limeño tocó cada una de las fibras sensibles de la secta peruana, provocando un ajuste de cuentas en toda regla que ha expuesto, una vez más, la traicionera vileza que alberga esta maquinaria herida de muerte, en la que el ensañamiento contra sus críticos es despiadado y fulminante.
Como diría Arturo Pérez-Reverte, “es bueno recordar que la infamia existe, que siempre acecha un vil mierdecilla dispuesto a cargárselo todo con el pretexto de la religión”. Y acá no hablamos de un mierdecilla, sino de una institución con adeptos sectarios, que no solo no toleran las decisiones del papa, sino que se ponen en plan “juanasdearco”.
Dicho lo cual, el primero en saltarle al cuello ha sido el sodálite Alejandro Bermúdez, a través de Infovaticana (21/10/24), con el propósito de desacreditarlo. Lo que le jodió a Bermúdez -y no solo a él- fue aquello de la ausencia de carisma.
“Como miembro del Sodalicio -aunque recientemente expulsado por decisión vaticana- estoy convencido de la autenticidad de su carisma, misión y posibilidad de reforma”, pontificó. Lo que no deja de sorprender es que se siga considerando como integrante de la institución y que los sodálites en activo sigan todavía ponderando a Bermúdez y el resto de eyectados como “hermanos”.
Desde entonces, la arremetida no se ha detenido. Y ya ven. El cainismo navajero y el matoneo que pretende estigmatizar y embarrar al futuro cardenal ahora lleva la firma de sodálites y hueleguisos que han entrado al colegueo -qué coincidencia- con los mismísimos argumentos del autodenominado “periodista católico”, Alejandro Bermúdez.
Y para que no digan que lo defiendo de oídas, cuando conocí a monseñor Castillo, recién designado para suceder al inefable Juan Luis Cipriani, me topé con alguien que se compró el pleito del Caso Sodalicio. Todo esto lo conté, por cierto, en Sin noticias de dios (autopublicación, 2022). Como pocos -porque, por suerte, entre el indolente episcopado local hubo algunas notables excepciones (Reynaldo Nann, Pedro Barreto, Kay Schmalhausen, Nicola Girasoli, Robert Prevost)-, Castillo Mattasoglio se la jugó. Y vaya que se la jugó.
Le paró el macho al prepotente obispo sodálite José Antonio Eguren. Acompañó como nadie a víctimas y sobrevivientes del culto figariano. Defendió abiertamente a los periodistas que investigamos a la organización de marras, porque fabricaron contra nosotros querellas y demandas calumniosas. Comisarió a una de sus ramas femeninas, las Siervas. Y le dio guerra a esta organización totalitaria y fundamentalista y digna representante de la extrema derecha, cada vez que pudo y como debe ser.
Este es el quid de la cuestión. A Castillo los sodálites no lo odian porque es “hereje”, “sociólogo”, “rojo”, “marxista”, “reptiliano”, o qué sé yo. Lo detestan porque, en lo que a mí me consta, ha sido el principal obispo (ad portas de ser el sexto cardenal peruano) en enfrentarse a la poderosísima sociedad de vida apostólica “católica”, y, encima, por si fuera poco, ser uno de los propiciadores de su cierre definitivo. Por eso lo aborrecen visceralmente, a muerte.