(*) Rocío Palomino Bonilla. Psicóloga, especialista en derechos de las mujeres y cooperación internacional
Finalizada la II Guerra Mundial, se lanza el primer proyecto global y humanista de la historia. La creación de la ONU y la Declaración Universal de los Derechos Humanos proponen una idea sencilla pero sólida: que todos los seres humanos somos una comunidad. Una en la que nos reconocemos como iguales, donde nos hacemos responsables del bienestar del prójimo y nos esforzamos por mantener la paz para no repetir atrocidades pasadas.
Después de 70 años, el balance no es malo: no hubo otra guerra similar; se erradicaron enfermedades terribles; se elevaron la esperanza de vida y el acceso a servicios básicos para millones; se amplió el ejercicio de derechos de las mujeres y grupos históricamente marginados. Pero, a la par, la espiral vertiginosa de la ciencia y la tecnología nos ha inundado de información que nos confunde o no logramos procesar en tiempo real. Pensemos, por ejemplo, en los terribles efectos del cambio climático, agravados por la acción humana.
Ese desfase entre cambios tecnológicos y culturales ha contribuido al eco creciente que tienen las posturas anti globalistas, que desconocen los marcos universales de derechos generados desde la posguerra.
Así, de un lado, la voluntad concertada de la comunidad humana se reemplaza por la autoridad indiscutible de un dios o un poder político omnímodo. Y, desde la otra orilla, contribuimos a la confusión, el miedo y la inercia con narrativas alambicadas y férreas afirmaciones identitarias con riesgo de cancelación fulminante ante el disenso.
Las mujeres tenemos muchísimo que perder por este rumbo. Urge que, desde nuestras propias comunidades, contribuyamos a la información y la conciencia crítica. Forjemos legitimidad y esperanza, basadas en la escucha y la buena fe; actuemos con decisión y propósito por un futuro no sólo posible, sino necesario.