Las elecciones en Venezuela y Guatemala continuaron dando forma a una nueva topografía de A. Latina donde se erizan con rapidez los autoritarismos. Los comicios en ambos países y sus secuelas reflejan el estado de la crisis regional de la democracia que devora instituciones, reglas e identidades. En ambos casos, los sistemas autoritarios y corruptos amañaron comicios desde un discurso de izquierda o derecha que, proclamas más o menos, son coartadas para la sustracción de los derechos y libertades. En Guatemala, el pacto corrupto fue derrotado, pero en Venezuela resiste.
En esta topografía resaltan tres fenómenos. El primero muestra que en varios países –los citados no son los únicos, pero en ellos es más notorio– las claves ideológicas son subordinadas totalmente a la cuestión del poder, cuya centralidad no es definida por el programa y el futuro ideado, sino por complejas tramas de intereses y coaliciones perversas sin proyecto político, cuyo propósito es el poder por el poder. En varios casos, la captura del Estado acaba con la competencia convencional y las elecciones son batallas que no dejan de ser políticas, pero que se escenifican en un lodazal irreconocible para las formas liberales tradicionales. Es una tendencia: los escenarios electorales en A. Latina son reemplazados por pútridas pozas de reyertas navajeras.
En ellas, la novedad es la actividad pública del crimen o el “proyecto criminal”. La política en su forma más antinómica ha ingresado a los salones del poder nacional a cara descubierta. El crimen, que probó fórmulas de acceso al poder local y regional con cierta visibilidad en México, Brasil, Perú, Colombia y Paraguay, se ha lanzado a la captura de los poderes nacionales. Esta operación es facilitada por las alianzas entre las economías criminales, los populismos y los conservadurismos. Es más fácil vandalizar sistemas precarizados por las prácticas neoliberales e informales y sus aliados inestimables –la ultraizquierda y la ultraderecha– de modo que el estado de cosas conservador en varios países demorará en ser revertido.
Otro fenómeno es el agotamiento de la segunda vuelta electoral como mecanismo legitimador de mayorías numéricas para convertirlas en mayorías políticas. En algunos casos –Brasil (2022), Guatemala (2023) y Perú (2021)– las derechas se revelaron abiertamente golpistas cuando perdieron. El deterioro, no obstante, es más complejo. Diseñada para paliar la fragmentación y falta de opciones de gran calado, se ha visto forzada a administrar la dinámica surrealista regional polarización/ fragmentación en la que es más frecuente la baja adhesión electoral en las primeras vueltas, un fenómeno que muestran sondeos previos a las elecciones de Ecuador de febrero de 2025 (ya presente en las elecciones de 2021), Bolivia de agosto de 2025 y Chile de noviembre de 2025. La excepción son los sondeos de los comicios en Uruguay de octubre de este año que exhiben el vigor del Frente Amplio desafiado por el Partido Nacional. Juntos superan el 70% de intención de voto.
Si la segunda vuelta no legitima al ganador, y si las elecciones no renuevan la democracia, se abren escenarios de legitimación/ deslegitimación de ganadores y perdedores donde la palabra está en las calles, las redes sociales y las campañas financiadas por los poderes fácticos e ilegales e –inclusive– en los cuarteles. Desde 2021, cuando los perdedores en las elecciones peruanas judicializaron el resultado electoral y llamaron a la revuelta popular y a las puertas de los cuarteles, A. Latina se introdujo en un nuevo esquema para dilucidar la cuestión del poder: la tercera vuelta electoral, lejos de las urnas y con una alta cuota de violencia.
La tercera vuelta fue practicada en Perú en 2021, Brasil 2022 y Guatemala en 2023-2024. En Colombia, luego de la posesión de Petro, la derecha se embarcó en una campaña de movilizaciones de desgaste para esterilizar a su Gobierno. En otros comicios –Ecuador 2021, primera vuelta)– en las calles se cuestionó agresivamente el resultado electoral; y en otros, como en Bolivia (2020), Honduras (2021), Ecuador (2021 segunda vuelta), Chile (2021) y México (2024), los perdedores no pudieron poner en duda el resultado electoral solo por la abrumadora superioridad de los ganadores: L. Arce ganó en primera vuelta con 27 puntos de diferencia, X. Castro con 15, G. Lasso con 5, G. Boric con 12, y C. Sheinbaum con 32, respectivamente.
Un tercer elemento de la nueva topografía es el papel limitado de la comunidad internacional. Es cierto que en Guatemala la acción internacional fue decisiva para frenar la inhabilitación del movimiento Semilla del presidente Arévalo y para defender su triunfo en la segunda vuelta y su asunción al poder, aunque habría que validar el factor interno en dos dimensiones, el frente institucional en el que desempeñaron papeles decisivos –a veces contradictorios– el Tribunal Supremo Electoral, la Corte de Constitucionalidad y la Corte Suprema de Justicia contra la actividad golpista encabezada por la Fiscalía, instrumento corrupto de la ultraderecha; y la movilización ciudadana creciente, más contundente luego de la segunda vuelta.
En Guatemala, la OEA, NNUU, EEUU, CIDH, Unión Europea y Human Rights actuaron sobre un piso mínimo institucional existente y persistente a pesar de la captura criminal de una parte del Estado. En Venezuela, en cambio, la comunidad internacional es hasta ahora poco eficaz. En el acto más relevante, la OEA no pudo aprobar en julio una resolución firme contra el fraude en las elecciones en ese país. Se requerían 18 votos, pero respaldaron la resolución 17 países, 11 se abstuvieron y 5 se ausentaron, entre ellos México. Brasil y Colombia estuvieron entre los que se abstuvieron.
Si bien el presidente Lula cuestionó el resultado de las elecciones del 28 de julio, la diplomacia brasileña prefirió aparcar la acción colectiva y embarcarse –con la simpatía de los presidentes Petro y AMLO–, en un proceso incierto de mediación y presión a Maduro para forzar nuevas elecciones en Venezuela. Este movimiento descoloca a la OEA y UE, deja en posición adelantada a la comunidad internacional y contribuye a la estrategia de la dictadura venezolana de ganar tiempo. El escenario sigue siendo abierto luego de la resolución confirmatoria del fraude por el Tribunal Supremo de Justicia, aunque es evidente que ha terminado la etapa de una acción colectiva regional postelectoral.
El mensaje de las elecciones venezolanas es claro: un régimen autoritario que ha capturado partes vitales del Estado y que cuenta con el apoyo de los militares, y que realiza elecciones escandalosamente fraudulentas, puede salirse con la suya frente a una comunidad internacional debilitada o fragmentada. Este aviso tiene letras grandes para los países que padecen este tipo de régimen, de derecha o izquierda, y que se introducen en procesos electorales. El primero de ellos es el Perú.