El régimen que hoy gobierna desde el Congreso ha intentado construir una narrativa de orden y determinación tras el cambio de ficha en el Ejecutivo, hoy con José Jerí como actor sometido. Desde su asunción, requisas televisadas, declaraciones altisonantes y apelaciones a una supuesta “recuperación de la autoridad” componen el guion con el que buscan persuadir a la ciudadanía de que el Estado ha retomado la iniciativa frente al crimen.
Sin embargo, el país observa una realidad diametralmente opuesta, donde la violencia se ha intensificado hasta alcanzar el promedio diario de homicidios más alto de los últimos siete gobiernos.
Esa distancia entre discurso y realidad se revela con mayor crudeza en la vida cotidiana de los peruanos. El Perú popular, ese que sostiene la economía desde sus mercados, bodegas, talleres y líneas de transporte, vive en un estado de zozobra que el Gobierno prefiere recubrir con escenografías antes que enfrentar con acciones que retomen la institucionalidad fundamental para garantizar el cumplimiento justo de la ley, y no arbitrario como quieren hacer.
Los estados de emergencia se han convertido en rituales sin ningún tipo de eficacia.
Frente a esta evidencia, el Gobierno insiste en descalificar críticas como “clichés”, repitiendo el reflejo defensivo de un poder que se protege detrás de eufemismos.
Lo que se constata, en cambio, es un Estado diluido. En otras palabras, un aparato que no controla el territorio, que no dispone de inteligencia policial efectiva y que no ha logrado articular una política pública capaz de revertir la penetración creciente del crimen organizado en la vida del país.
La verdadera cara del Gobierno de Jerí, y del pacto parlamentario que lo sostiene, es la de un régimen que administra la criminalidad y no la combate.
Hasta que esa tarea no sea asumida con la derogatoria de la leyes procrimen y el inicio de una reforma policial profunda, los peruanos seguirán atrapados en la paradoja perversa que quieren instalar como status quo: un régimen que invoca autoridad mientras el Estado se repliega, y una ciudadanía que carga, sola, con los costos de una inseguridad que este Gobierno no ha contenido, sino profundizado.