Tengo más de 20 años como periodista y nunca en mi experiencia había cubierto tanto sicariato, tantos ajustes de cuentas, tanto cobro de cupos y tanta extorsión. Todos los días ocurren al menos dos, a veces tres asesinatos, producto del enfrentamiento entre bandas rivales que, luego de las investigaciones, se dilucida que fueron ejecuciones a cargo de sicarios, venganzas.
Cuando la noticia ocurre en algún restaurante de Miraflores o un bar de Barranco, impacta más por la tendencia mediática a levantar más información cuando los hechos ocurren en la llamada Lima tradicional. Sin embargo, lo cierto es que en la Lima tradicional, acaso por ser menos poblada, menos informal y por haber más policías y serenazgo por kilómetro cuadrado, además de menos pobreza, ocurren menos asesinatos.
En los últimos dos años, hemos sido testigos de la proliferación de lo que los expertos en seguridad ciudadana llaman "bandas barriales". Lima Norte, Lima Sur, Lima Este, el Callao, Trujillo, Chiclayo y Piura están plagadas de este tipo de organizaciones delictivas, ya que la vulnerabilidad de sus ciudadanos en extensiones enormes plagadas de negocios y emprendimientos con poca vigilancia es latente. Su pedido de auxilio retumba más que nunca y no es atendido. Los estados de emergencia no sirvieron para nada.
Nos encontramos en un ambiente en el que hasta los ambulantes tienen que pagar cupos a las mafias que dirigen estas bandas barriales. Comas, San Juan de Lurigancho, San Martín de Porres, Ate, Independencia, Villa María del Triunfo, distritos enormes de la Lima emergente, pujante, emprendedora, informal y ahora también teñida de mucha sangre y casquillos de bala. La "nueva Lima", que ya no es tan nueva, está viviendo un infierno que, peligrosamente, la coyuntura política y la falta de un liderazgo competente en el sector interior están normalizando. ¡13 ministros del Interior en 3 años!
Restaurantes, bodegas, peluquerías, farmacias y hasta colegios, asociaciones de mototaxistas, de transporte, etc., tienen que pagar cupos y destinar una parte de su escaso presupuesto, a veces 200 soles por semana, para no recibir balazos en las fachadas de sus casas o negocios, arreglos fúnebres o hasta detonaciones de granadas de guerra o explosivos caseros que aterran a todo el vecindario colindante. Todos estos emprendimientos son objetivos de extorsión y están ubicados en cotos de caza, territorios que estas bandas barriales se reparten con acuerdos que, cuando no son "respetados", dan origen a los enfrentamientos y a los ajustes de cuentas.
Entonces, los criminales se matan entre sí, se agarran a balazos. Ya sean peruanos, venezolanos o colombianos de los préstamos gota a gota, no tienen ningún reparo en asesinar dentro de los restaurantes, frente a los colegios, en la vereda afuera de la bodega, delante de adultos mayores y menores de edad que, en no pocas oportunidades, son víctimas de las balas perdidas. La tecnología de las cámaras de seguridad nos lo enrostra todos los días; los videos son perturbadores. La víctima puede estar tomando una cerveza, subiendo a un carro con su familia, caminando. Llegan los sicarios en moto, se bajan y disparan hasta quince veces para asegurarse de matar, de cumplir su crimen.
Los videos muestran a las víctimas en sus últimos segundos de vida, estertores de huida, de respuesta, hasta que las heridas y la sangre acaban con ellos y quedan tirados en el suelo, como si nada. Cuando las investigaciones avanzan, dan cuenta de los numerosos antecedentes penales que tienen los caídos en estos enfrentamientos entre bandas barriales. Son criminales contra criminales. Una guerra y, en el medio, la ciudadanía, es decir, el botín.
A esto súmenle la barbarie de los barristas, sus enfrentamientos y las mafias de construcción civil. Algo parecido pasaba con el terrorismo: solo cuando la Lima tradicional sufrió la misma intensidad de ataque, se tomó verdadera consciencia institucional de la situación.