Que alguien tan conocido como Paolo Guerrero diga que no juega en un club y en una ciudad, por problemas de inseguridad, representa un duro golpe a la imagen de todo el país. Que exista en el Perú un territorio inmanejable y dominado por las mafias, habla mal del conjunto, no solo de una región o de una ciudad.
Trujillo ha sido escenario de crímenes que afectan a los empresarios, autoridades y los propios ciudadanos de a pie. También las mafias se enfrentan por ganar territorios, mientras campean delitos de sicariato y operaciones de minería ilegal, narcotráfico, que ahora se internacionalizan con los pases ilegales en la frontera norte.
No es una exageración, es un apunte de la realidad. Lo que más consterna es que poco o nada han logrado hacer las autoridades regionales para impedir esta condición que empareja a Trujillo con ciudades que parecen tierra de nadie, como es el caso de Sinaloa, para citar un ejemplo extremo. Hay desesperación y pesimismo cuando se busca la protección de las FFAA y se invoca al Ejecutivo a que se declare en emergencia parte de la región.
Paolo Guerrero desiste de integrar el club cuyo propietario es el mismo presidente regional de La Libertad. Suena a paradoja que la autoridad carezca de recursos o de estrategia para darle tranquilidad a un personaje público, que ya había culminado la negociación para el pase y que ahora se desiste de ese compromiso, aduciendo amenazas contra su familia.
Es aún peor la reacción de las autoridades nacionales. El primer ministro pretende jalar agua para su molino y asegura que la Policía Nacional va a darle protección al jugador. El abogado del jugador reveló que, por recomendación del gobernador regional, pidió protección al ministro del Interior, quien le recomendó la opción de la seguridad privada.
La seguridad ciudadana es un derecho de todas las personas y es el Estado el obligado a brindarla.