El jalón de pelos a Dina Boluarte en Ayacucho marca el fin de sus baños de multitud, que nunca han sido muchos. La furia de una viuda no se compara con la de un asesino empeñado en un magnicidio, pero igual una presidenta expuesta a un manazo no es poca cosa. Importantes medios de fuera han tomado nota de lo sucedido como un hecho de importancia en el Perú.
El incidente es indicio de que los deudos de las víctimas del 2023 siguen furiosos, y en torno de ellos sectores de zonas afectadas por la respuesta del Estado a esa violenta protesta. Quizás Boluarte no calculó la posibilidad de un exabrupto vengativo, pero debió hacerlo. Ya ha ocurrido con otros altos funcionarios.
En un conocido poema de S. T. Coleridge un marinero mata a un albatros en alta mar y queda condenado a llevar ese cadáver colgado al cuello para siempre. Boluarte no ha hecho más esfuerzos por desprenderse de su propia ave que dedicarse a caerle simpática a las multitudes. Hasta ahora no ha sido suficiente, pero ella no se da por aludida.
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Una agresión física directa al presidente es tentadora para un partido opositor. Si no ha habido más agresiones así es porque los presidentes no han confiado en las versiones sobre su popularidad, han tomado precauciones y se han hecho resguardar con toda la eficacia posible. Más todavía en tiempos de intensa violencia política.
Por lo menos desde el atentado con el archiduque austriaco Fernando, 1914, la calle es peligrosa para los políticos. Luis Sánchez Cerro murió en su carroza presidencial, en 1933. A Manuel Odría lo alcanzó una piedra en plena manifestación, en 1961. Ambos tenían víctimas políticas en su haber. Alan García se salvó por un pelo de un atentado senderista en una plaza de Juliaca, en 1986.
¿Qué va a pasar con la viuda furibunda? Sin duda su acto merece sanción. Pero a la vez no se querrá producir una nueva heroína ayacuchana. Nótese que el caso no está desligado de las sanciones que se reclaman por las muertes del año pasado, tema en que el Gobierno ha arrastrado los pies hasta el momento, y en el que no parece dispuesto a ponerse en marcha.