El tercer aniversario del asalto al capitolio liderado por Donald Trump recuerda la fragilidad de este sistema que, como dijo Winston Churchill, es el peor diseñado por el hombre a excepción de todos los demás.
Como la 14ª enmienda prohíbe al insurrecto ocupar cargos públicos, Trump podría quedar inhabilitado para ser candidato este año si la justicia lo confirma, pese a lo cual más de 70% de los republicanos lo liberan de la responsabilidad inequívoca de su ataque a la democracia guiado por su vanidad herida al perder una elección.
Lo mismo pasa, de muchos modos, desde hace tiempo, en el Perú. Pedro Castillo se graduó de golpista copiando al otro golpista de Alberto Fujimori, con la única diferencia que él fue, como en todo su gobierno, un papanatas.
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Como los republicanos con Trump, muchos izquierdistas peruanos niegan que Castillo sea golpista, con argumentos ignorantes o de conveniencia, pero que igual dan vergüenza (estaba drogado; fue reacción a una derecha, empresariado y periodismo que no lo dejaban gobernar; el golpe no se concretó; etc.).
Sin ninguna convicción democrática, Castillo se rodeó para gobernar de terroristas, del crimen organizado, y de oportunistas en busca de un puesto o una prebenda, con ‘pensadores’ que justificaban toda tara —corrupción o ineptitud— solo por ser de ‘izquierda’.
Actuó, así, en la misma dirección de esa derecha bruta, achorada y antidemocrática que cree que una elección solo es limpia si ella gana, y la quiere anular si pierde, como quisieron en 2021 el fujimorismo y sus socios.
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Esa DBA reacciona igual que esas historiadoras de izquierda que escriben que Israel —donde hay justicia independiente, prensa libre y crítica del gobierno, y separación de poderes— no es una democracia por la manera brutal como responde al ataque de Hamás, sus aliados y financistas, en donde no identifica rasgos antidemocráticos.
La democracia no goza hoy de buena salud en todo el mundo, con 37% de la población mundial viviendo en regímenes autoritarios y 45% en democracias deficientes, lo cual no distingue entre izquierdistas o derechistas que no aceptan que, más allá del verso, golpe es golpe, sin distingo de quién lo protagoniza o a quién beneficia.