Para algunos, el triunfo de Javier Milei es una catástrofe a la vista, un error que solo hundirá más a un país que vive en el subsuelo de la eterna crisis. Son quienes ven la elección del candidato libertario como la decisión disparatada de un pueblo sacudido por la rabia, algo así como lo que fue el Brexit para los británicos: un acto de catarsis colectiva que luego lamentarán horrorizados.
Para otros, las propuestas libertarias de Milei son la cura milagrosa para todos los males de Argentina, cura que, dicho sea de paso, ya fue ensayada —detalles más, detalles menos— por Carlos Menem hace casi tres décadas y terminó en la pesadilla del “corralito” del 2001.
Solo el tiempo dirá quién tiene razón. Lo cierto es que, el domingo pasado, la ira le ganó al miedo (el que Sergio Massa intentó azuzar sin éxito) y la gente decidió hacer saltar por los aires el sistema político que los ha llevado a un estado endémico de corrupción e inflación.
Pero, en lo que concierne al resto de Latinoamérica, cabría preguntarse si la elección de alguien como Milei, quien relativiza los delitos de lesa humanidad de la dictadura, amenaza con eliminar derechos adquiridos y hace el amén a los dictados morales de la derecha más conservadora, pone en riesgo a la democracia.
No necesariamente. Si demuestra, con sus actos de Gobierno, que todo eso no era más que una estrategia para llegar al poder —realpolitik, le dicen—puede que la democracia argentina salga indemne. Total, se han dado casos de mandatarios que llegaron al poder con una agenda y terminaron ejecutando otra. ¿Recuerdan el Fujishock de 1990?
¿Y si fracasa? En ese caso, la que tendría que estar tiritando de miedo es la ultraderecha latinoamericana que hoy ve a Milei como su nueva y rutilante estrella. Si la embarra (y hay indicios de que esa no es una mera posibilidad), su fracaso sería la partida de defunción de toda la DBA, la peruana y la continental. Y esa sí es una buena noticia para la democracia.