La infancia aparece en el calendario —20 de noviembre, Día Universal del Niño— como lo hace entre las jornadas de trabajo, durante una adultez que, maleducada, no pidió permiso para llegar. Está en el Chocman después del menú, en las medias de diseño amarillo-girasol dentro de los botines, en una canción de Julieta Venegas que se reproduce mientras la lavadora aguarda el siguiente montón de ropa: “Háblame con cuidado si vas a hablar de lo que fui”. Cuando uno tiene 26 años, no deja de tener 8.
Es más, cuando uno tiene 26 años, desea atrapar un día libre y usarlo como si los 8 fueran inmortales. Pero la inmortalidad es solo una etapa a la que se regresa con reloj de marca en mano: la niñez. Incluso la RAE, una creación de los mayores, la define como el principio o primer tiempo de cualquier cosa. A veces, aquello que es cualquier cosa es la vida.
La vida se comprende también con cifras. El Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) indicó, en abril de 2023, que existen 6 millones 546.000 niñas y niños menores de 12 años en el Perú; ellos representan el 19,4% de la población total. Ellos alguna vez fuimos nosotros.
Ellos, en breve, serán nosotros, y bajo los porcentajes habrán pasado colegios, mascotas, barrios y postres caseros que se mezclarán con desamores, mudanzas, rencores y propósitos. La coexistencia de gente de estatura alta y baja está atrapada entre espejos: el niño de hoy es el adulto de mañana; el adulto de hoy fue el niño de ayer.
Esta dinámica de reconocimiento y de saltos temporales ayuda a validar el respeto hacia los derechos. Salud y educación sí, pero también integración social y libertad de expresión. El soporte humanitario tras una infancia integral ayuda a que, con décadas encima, uno le preste interés a otra canción de Julieta Venegas: “No hay nada de malo en perder, lo importante está en rescatar”. El algoritmo de Spotify, si no es atendido, hace berrinche.