Adolf Hitler apelaba a la religión para atizar el fanatismo de sus seguidores y justificar sus atrocidades. En la clásica biografía, Hitler (1952), de Alan Bullock, este cita algunas de las frases del dictador en las que aseguraba que cumplía con un mandato divino: “Hoy debo agradecer humildemente a la Providencia que con su gracia me ha permitido ascender desde la posición de un soldado desconocido a la solución afortunada de la lucha para recuperar nuestro honor y nuestros derechos como nación”. Los nazis no se guiaban por Mi lucha, el libro de Hitler, sino por los dictados de Dios por intermedio del Führer.
Como recuerda el historiador Ian Kershaw en El mito de Hitler (2012), los discursos del sátrapa contenían frecuentes citas de la Biblia, por eso, Joseph Goebbels escribió que “cuando habla el Führer, es como si hubiéramos asistido a un servicio religioso”. El jefe de la propaganda nazi no dudaba de la actuación divina de su jefazo: “Una nación profesa su creencia en Dios a través de su portavoz (Hitler) y pone su destino y su vida confiadamente en sus manos”. Así capturaba las mentes y los corazones de sus fanáticos.
Este fanatismo religioso, que impulsó a Hitler a diseñar y conducir una guerra de exterminio contra sus enemigos, y que incluyó la muerte de 6 millones de judíos, convenció a muchos de que no valía la pena vivir si no era en el régimen nazi.
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El periodista alemán Volker Ullrich comprobó que entre el día del suicidio de Hitler hasta el término de Tercer Reich, entre el 30 de abril y el 8 de mayo de 1945, se registraron espantosos episodios protagonizados por fanáticos nazis, civiles y militares, que se negaban a aceptar la derrota total. Por eso, preferían terminar sus días con sus propias manos.
Miembros de la cúpula, jerarcas militares, autoridades recurrieron al suicidio conforme el Ejército Rojo avanzaba sobre Alemania. Pero en la localidad de Demmin, en el nordeste del país, la autoeliminación alcanzó niveles de espanto.
“Familias enteras se quitaron la vida en grupos. (...) La mayoría murió ahogada. Las mujeres llenaron de piedras sus mochilas, ataron con cuerdas las muñecas a sus hijos y así se metieron en el agua, amarrados unos a otros”, escribe Ullrich en Ocho días de mayo: de la muerte de Hitler al final del Tercer Reich (2023). Pero el autor aclara que el móvil del suicidio masivo, calculado solo en Demmin entre 500 y 1.000, no era solo por el temor a los rusos. No aceptaban existir en otro régimen que no fuera el de Hitler, asesino, corrupto, racista.
“Vivir sin Hitler y sin el nacionalsocialismo no solo era casi inimaginable para los burócratas nazis más destacados o para los oficiales de la Wehrmacht (fuerzas armadas) llenos de condecoraciones, sino también para muchos alemanes normales y corrientes que habían sido subyugados por el mito del Führer y habían interiorizado las normas del régimen nazi”, afirma Volker Ullrich. Por desgracia, el fanatismo religioso ha recuperado protagonismo, esta vez en el conflicto del Medio Oriente.