Después del fiasco en que resultó el viaje de la presidente Boluarte a Europa, uno no puede menos que preguntarse quién está a cargo de su manejo de imagen. Es decir, ¿a quién le está entregando las decisiones sobre las estrategias a seguir para remontar su creciente impopularidad?
La única respuesta es que debe ser alguien de su confianza, sí, pero con un criterio tan deplorable que cada movida termina siendo un boomerang.
Por ejemplo, ¿podían estos asesores —démosles algún título— ser tan despistados para no advertir que la búsqueda de una foto con el papa Francisco iba a resultar en un contrasuelazo? En un país donde los conservadores detestan al pontífice por “izquierdizar” a la iglesia y los millones de peruanos de las zonas rurales profesan, en su mayoría, diferentes formas de protestantismo, una cita con Bad Bunny le hubiera rendido más frutos.
Ya desde su anuncio, esa autoinvitación (pues eso fue, en términos protocolares) pintaba mal, sobre todo porque los sectores con los que el papa, sus voceros y los jerarcas del catolicismo local se han venido relacionando no son grupos católicos ni políticos de la DBA, sino más bien defensores de banderas progresistas. Es decir, lo que Vladimir Cerrón o Rafael López Aliaga llamarían “la caviarada”. ¿A santo de qué Francisco le concedería a ella, una presidente cuestionada por violaciones de derechos humanos y coludida con sectores extremos de la derecha, la oportunidad de darse una lavadita de cara a costa suya?
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La culpa de este papelón, y de muchos otros, es de quienes, desde su entorno, la alientan a seguir metiendo la pata cuando, desde el principio, hubiera sido más sano y eficaz hacer una real autocrítica sobre las muertes de diciembre y ordenar una investigación independiente, cayera quien cayera. Sí, eso era un riesgo para su permanencia en el cargo, pero, a estas alturas, cualquier cosa es mejor para ella que ser una presidenta convertida en meme.