En 1983, el presidente Fernando Belaunde Terry encargó a las Fuerzas Armadas la lucha contra el terrorismo senderista que hasta entonces él se había negado a reconocer. Lo hizo sin ningún plan estratégico, dando carta libre a las Fuerzas Armadas para que decidieran por sí mismas qué hacer en la zona de emergencia de acuerdo a sus métodos de guerra. El resultado fue fatal.
Algo parecido está ocurriendo en estos días. Con afanes publicitarios y sobre todo para contrarrestar a sus críticos, el Gobierno de la presidenta Dina Boluarte ha declarado en estado de emergencia a algunos distritos de la capital donde la delincuencia ya tiene una presencia dominante. Para el caso ha dispuesto la intervención en las mismas Fuerzas Armadas en apoyo de la Policía Nacional, solo con fines disuasivos, pero sin ningún plan estratégico al respecto.
En la semana que concluye, sin embargo, la delincuencia ha seguido matando y atacando a los mismos vecinos de esas localidades en estado de emergencia (y en muchas otras) a pesar de la presencia de policías y militares. Esto es un primer indicador de que el efecto disuasivo no está funcionando. Los delincuentes saben que los militares están ahí, solo de adorno, que no pueden usar armamento letal y que es fácil esquivar a las fuerzas del orden.
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Lo que se ha hecho evidente es que el tan cacareado plan Boluarte no existe. En estos momentos, los asesores del primer ministro Alberto Otárola deben estar apurando algunas páginas para un improvisado plan de lucha contra la delincuencia.
La experiencia enseña que la mentira, el engaño, el fraude de los gobernantes corruptos son los primeros factores que hacen que los ciudadanos pierdan confianza en el sistema republicano.