La semana pasada, la Presidencia del Consejo de Ministros declaró el estado de emergencia en los distritos limeños de San Martín de Porres y San Juan de Lurigancho, así como en varios distritos de Sullana, en Piura. Se prohibieron los derechos fundamentales, incluyendo la libertad de tránsito y reunión, durante 60 días. El Concejo Metropolitano de Lima se subió al coche y solicitó declarar toda la ciudad en emergencia para “combatir” la inseguridad ciudadana.
Estamos acostumbrados a que nuestros Gobiernos respondan con estados de emergencia a cualquier problema que les parece inabordable. El recurso del estado de emergencia, por su naturaleza coyuntural y de corta duración, no provee soluciones a un problema con causas complejas. No tiene sentido que se aplique para la inseguridad ciudadana, que requiere de estrategias consistentes y bien dirigidas.
No podemos pasar por agua tibia los impactos que tiene la suspensión de derechos fundamentales; pone a la ciudadanía en un lugar vulnerable frente a posibles abusos de poder. Además, luego de estar encerrados por la pandemia, que asome nuevamente una restricción tan estricta de la libertad individual, es sumamente perjudicial para nuestra salud mental.
Por otro lado, la medida generaría daños a la economía local de los distritos afectados, en un contexto de recesión económica. El turismo, un sector duramente golpeado, sufriría por las pérdidas de visitantes y el daño irrecuperable a la marca del Perú y su reputación como destino seguro.
No hay evidencia de la relación entre el estado de emergencia y la reducción del crimen. Si se quiere combatir al crimen, se podría empezar por incrementar el número de policías, mejorar el sistema judicial, asegurar que los criminales cumplan sus condenas o mejorar los espacios públicos para hacerlos más seguros, entre otras medidas que requieren más de 60 días para dar resultados.