He encontrado en la línea de un rap la promesa de quien un día partió de una ciudad con dos equipajes y ninguna pena: “Lo mío no es suerte, lo mío es dar pelea”. La pelea —emancipada del tono lírico-romántico, más bien periodístico— tenía que ver con una revancha dentro de una profesión cuya fama es igual a la del cielo de Lima: gris. Ocurrió en agosto, el mes en el que ahora Piura cumple 491 años de fundación y yo, dos de mudanza.
Esta coincidencia de aniversarios hace que el calendario se sienta como un veranito norteño en el cual hay licencia hasta para modificar los refranes: “Del dicho al hecho el camino es derecho”, escuché en 2021, cuando apenas descubría en la capital un escenario sin costumbre de ceviche nocturno, pero con la posibilidad de ‘jironear’; sin chifles sabor a leche de tigre, pero con churros rellenos de chocolate, crema o manjar blanco. Memoria y novedad integran la construcción mental de una foránea.
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Saludo a mi Ciudad del Eterno Calor y festejo aquello que defiende y, por tanto, que posee: la caballa salpresa; Armonía 10 y Agua Marina; el frito y la malarrabia; la luna de Paita y el sol de Colán; el ‘Cautivito’, el ‘Rosal viviente’. Pero también es tiempo de saltar sin culpa del romance a la tragedia y señalar la escasez: la vigilancia en el GORE, la justicia educativa en las zonas rurales y fronterizas —a Ayabaca le urge—, la bienvenida a más residencias culturales como Espace Liberté, el pago de prácticas preprofesionales a los comunicadores. Al final, una conmemoración es un chance para mirar el revés y el derecho de un escenario, y más si es propio.
Hablo de pertenencia incluso desde la lejanía porque, aunque sostenga con Piura una relación libre de anillo, libre del “Me cuentas”, su cátedra me ha permitido conquistar los conceptos de interés e indiferencia, de amor y odio. Los pinto a como la fuerza y el tiempo me alcancen, y espero acercarme a los matices de magenta y amarillos que me despidieron durante un agosto festivo.